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La mexicana Natalia López Gallardo afirma que el título de su ópera prima, Manto de gemas, responde a un concepto budista que, muy simplificado, podríamos decir que tiene que ver con la idea de tejido, de red de cristales entrelazados en la que unos se reflejan en otros. Su película, un serio ensayo de discurso visual deliberadamente ambiguo en busca de trasladar una vibración más que un desarrollo narrativo al uso, diserta sobre la situación del México contemporáneo. Inseguridad, narcotráfico, corrupción, clasismo… todos los problemas, mil veces tratados en otras cintas desde una perspectiva muy diferente al punto de vista íntimo y feminista de López Gallardo, son presentados aquí desde la preocupación de contar partiendo de la mirada y el sentir del que allí vive ese complicado mundo cada día. El resultado cinematográfico es totalmente desconcertante, como la situación de México, sobre todo en la primera mitad de la obra.

López Gallardo asume el riesgo de no dar nunca el plano fácil o el encuadre explicativo y con su insistencia, a veces ininteligible, pierde potencia para llegar a un espectador abrumado por el inicialmente reiterado difícil tratamiento. El lenguaje de la directora necesita un tiempo para crear poso y poder calar. Hacia la segunda mitad, una vez que se produce el secuestro de la adinerada protagonista, las maneras de López Gallardo empiezan a cobrar sentido tras el necesario periodo previo de adaptación. Con el desarrollo la dimensión de su cine va ganando en profundidad.

Manto de gemas es trabajo para el espectador. Quizás la cinta pudiera ser vista hasta como un elemento didáctico, un ejemplo práctico para aprender a llenar huecos, sobre todo con lo sugerido fuera de campo. Su cerrada capacidad para contar lo que argumentalmente sucede en pantalla, construida según la cineasta tras un arduo proceso de montaje en el que la película pasó previamente por una fase mucho más explicativa, no termina siendo todo lo impactante que pudiera. Y es que aquí esta la cuestión. Cierto es que lo importante del cine es la captura de un sentir, no la puesta en imágenes de un guion, pero si ese sentir no llega al espectador o llega con demasiadas dificultades surge la pregunta: quizás, ¿algo más se podría haber pulido el metraje en la fase final del proceso de creación? A pesar de esta reflexión al margen, sin duda el ejercicio de López Gallardo es un expresivo, complejo y muy interesante ensayo sobre análisis fílmico y ruptura de prejuicios narrativos.

Raquel Loredo

Ganadora del Premio del Jurado en el último Festival de Berlín, Manto de gemas es el primer largo de ficción de Natalia López Gallardo, montadora de algunos filmes de Carlos Reygadas, Amat Escalante o Lisandro Alonso, entre otros. No se trata, sin embargo, de un trabajo mimético o formulario. O sí, pero de un modo muy distinto al que podrían hacer pensar esos antecedentes. Pues Manto de gemas es una película muy personal, con estilo propio e intransferible: un relato con vocación de opacidad que –paradójicamente– termina siendo demasiado directo y evidente. ¿Cómo puede ser? Echémosle la culpa a algunos de los vicios del ‘cine de festivales’, cocinado en laboratorios y mentorías varias, a veces sometido a procesos tan vigilados y tutorizados que las buenas intenciones iniciales quedan diluidas en una progresiva burocratización de la puesta en escena, por llamarla de algún modo.

Manto de gemas exhibe vocación de fresco. Tenemos a una mujer que llega al México profundo desde la ciudad y se encuentra con diversos personajes que pretenden ser representativos de un cierto estado de cosas, desde una desaparecida hasta un muchacho que se está introduciendo en el mundo narco, pasando por familias burguesas, criados sumisos, policías cansados… Sin embargo, no es el film de López Gallardo una recreación histórica, ni un acercamiento a tan tumultuosa realidad desde el intimismo, ni siquiera el despliegue de un punto de vista subjetivo capaz de filtrar o deformar todo lo que ve. Aquí quien filtra y deforma son la imagen y el sonido, concebidos como un universo autónomo que se enfrenta al mundo exterior para rarificarlo y convertirlo en pura materia inaprensible. La cámara se aleja y se acerca indistintamente a los personajes dejándolos fuera del encuadre, o acosándolos en agobiantes primeros planos, o sumiéndolos en un caos del que solo oímos voces indistintas y ruidos dispersos, todo ello en escenas separadas por abruptas elipsis. Al principio, esta estrategia resulta curiosa y consigue alguna que otra secuencia más o menos inquietante. A medida que transcurre el metraje, empero, su mera repetición sin muchos matices consigue exactamente lo contrario de aquello que pretendía: esa mirada oblicua, que se quiere ilocalizable, termina fosilizándose, adoptando un tono mucho más convencional de lo que parece.

Carlos Losilla