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Como si estuviéramos en una extensión de Speaking Parts (1989), donde Atom Egoyan fantaseaba con mausoleos frente a los que se podía hablar con la imagen viva de los difuntos allí enterrados, ahora otro cineasta canadiense imagina cementerios tecnológicos cuyas tumbas incorporan una pantalla donde los seres queridos pueden contemplar el estado y la descomposición paulatina de los cuerpos (visión accesible también mediante la aplicación ad hoc en el teléfono móvil), puesto que los cadáveres allí enterrados yacen envueltos en sudarios electrónicos que transmiten esas imágenes en tiempo real. La necesidad de conservar la memoria de los fallecidos y, sobre todo, la reflexión sobre la imagen como suplantadora de la muerte vuelve a estar en el punto de partida de una ficción que, durante su primera media hora, da todavía un paso más allá y, de manera coherente con el universo fílmico de Cronenberg, apunta hacia la descomposición de los cuerpos como excitante sexual a través de las pantallas que observan la transformación de la materia muerta. La premisa resultaba tan fascinante como prometedora, pero de manera incomprensible la película se estanca después en una cháchara interminable de atrabiliarias conversaciones sobre los hackers, las injerencias de la tecnología china, los intereses políticos de Rusia, las manipulaciones de la inteligencia atificial, los cuerpos mutilados y otros desvaríos adicionales con el pretexto de investigar la autoría de la profanación de varias tumbas en el cementerio regido por el protagonista: un Vincent Cassel completamente transformado en David Cronenberg.

Como si a su director y guionista se les hubiera acabado la inspiración tras la primera media hora, el metraje restante se convierte en una sucesión de diálogos a cual más delirante y estrambótico, sin capacidad para poner en escena apenas mucho más de los que se ofrece en el arranque. Se llega, pese a todo, a una perturbadora revisión de Vértigo (Hitchcock) –cambiando a Judy por la hermana gemela de la fallecida– que desemboca en una escena de sexo sustitutoria del sexo deseado con el cuerpo en descomposición; una excelente idea resuelta, sin embargo, con una explicitud que arruina todo su perturbador potencial en el terreno estricto del fantástico. Pero ahí se acaba todo lo interesante de un film que después sigue perdiéndose y perdiéndose, de manera tediosa, en absurdas elucubraciones paranoides de escasa inventiva y bastante farragosas.

Carlos F. Heredero

El arranque de The Shrouds (los sudarios) es espléndido y nos introduce en el mejor cine de David Cronenberg. Después de haber enterrado la nueva carne en Crímenes del futuro, nos muestra su lenta descomposición, su putrefacción.  Karsh (Vincent Cassel convertido sorprendentemente en el alter ego de Cronenberg) ha creado un sofisticado cementerio en el que las tumbas disponen de cámaras de alta definición que filman y escanean la descomposición de los cuerpos. Karsh observa, desde su sofisticada atalaya, cómo el cuerpo de su mujer, muerta unos meses antes y envuelto por un sudario se consume, cómo su carne se descompone y está rodeada de gusanos. Karsh es un necrófago que es capaz de amar y desear con más fuerza el cuerpo muerto de su esposa que su cuerpo en vida. Cronenberg disecciona el voyerismo de Karsh con su frialdad, situándonos en lo mejor de su cine. Transcurridos los veinte primeros minutos, la historia perversa de Karsh empieza a transformarse en otras cosas y surgen muchas películas posibles. El cementerio es profanado y empieza una investigación. Cronenberg deriva su película hacia un thriller en el que se producen algunos giros inesperados, mientras se intenta descubrir el motivo de la profanación y el destino de las tumbas. También aparece una hermana de la esposa muerta del protagonista que suplanta su lugar y activa otras formas del deseo en el que el fantasma del cuerpo mutilado por el cáncer de la esposa es sublimado por el de su hermana gemela. Finalmente, todo deriva en una especulación sobre las nuevas imágenes, sobre el control del mundo a partir de los nuevos poderes de la inteligencia artificial y del destino de una imagen que ya no es como en Videodrome un cementerio de momentos vividos, sino una visión del mundo en el que todo se ha transformado en imagen para establecer una confusión entre la carne de los vivos y la carne de los difuntos. Cronenberg alarga su película, divaga, la desplaza hacia territorios propios del thriller de serie B y acaba sumergiéndose en un extraño laberinto dentro del cual resulta muy complicado encontrar la salida.

Àngel Quintana