Retratista contumaz del patio trasero del ‘sueño americano’, Sean Baker nunca siente compasión por sus personajes: seres humanos que viven en los entornos más sórdidos y degradados, casi siempre al lado o a espaldas de los símbolos del triunfo, de la celebración festiva o de la sublimación icónica del american way of life. Cineasta humanista que cree en la fuerza vital de sus personajes para perseguir el sueño de cada uno de ellos, nunca los victimiza, ni los juzga, ni mucho menos moraliza sobre su actividad o su trabajo. En las antípodas del postureo misántropo de creadores tan pomposos como Yorgos Lanthimos o Ruben Östlund (y también de otras muchas películas de este festival), el director de The Florida Project y Red Rocket no hace cine para sentar cátedra, para señalar a nadie con el dedo, para hablar de ‘grandes temas’ ni para ilustrar de manera efectista discursos acomodados a los tiempos que corren para satisfacción de los cultural studies. Sin duda por eso filma con Anora una historia protagonizada por una joven prostituta que trabaja de stripper, por el hijo descerebrado de un oligarca ruso y por los violentos sicarios de este. Nadie ejemplarizante para la moral tradicional tiene sitio en sus imágenes.
Anora (una memorable Mikey Madison, capaz de transmitir una extraña mezcla de inocencia y verdad emocional) encuentra en el alocado, infantiloide, espasmódico y ensimismado Vanya –con quien se casa tras un par de días de lisérgico y sexual desenfreno en Las Vegas– una oportunidad para salir de la vida que lleva y encontrar lo que ella cree que se merece. Contra toda evidencia, se abre paso con enorme y sincera fuerza emocional, con vitalista ímpetu sexual, con gritos y con dentelladas cuando hace falta, mientras se adentra –con inusitada fe y con vitalidad inagotable– en un mundo que ella cree más honorable cuando en realidad es un medio todavía más oscuro, criminal y terrible que en el que trabaja. Baker no la retrata como una idiota inconsciente, sino como una criatura dotada de una fe en el futuro casi inagotable. De esa mirada nace una película tan enloquecida como luminosa a pesar de transitar por la sordidez más extrema y por la riqueza criminal más engañosa; una comedia a veces casi gamberra que tiene como motor esencial a los desastrosos sicarios del oligarca, cuya torpeza corre pareja a su fanatismo para cumplir las órdenes de quien les paga, convertidos por Sean Baker en los resortes de las secuencias más divertidas.
El resultado es esencialmente una película feliz, en la que la vitalidad y la convicción de su protagonista resultan contagiosas, pero también una versión políticamente incorrecta de Pretty Woman sin voluntad redentorista ninguna, un cuento de hadas inverso felizmente transgresor, puro veneno para moralistas, imposible de asimilar para ningún tipo de discurso reconfortante. Por eso Anora puede verse derrotada en su empeño y en su sueño particular, pero su fuerza interior la vuelve a mover siempre adelante, por mucho que se sienta rota por dentro. A la vez triste y alegre, dolorosa y esperanzada, Anora se contagia de lo que significa el nombre de su protagonista (‘luz brillante’) y construye un relato capaz de transitar, sin solución de continuidad, de la comedia romántica al thriller, y del slapstick a la comedia screwball con envidiable desparpajo, con la mayor energía y con total organicidad. Sin alharacas esteticistas, sin abalorios arty ni mensaje alguno que transmitir, este pequeño prodigio de película habla –en términos hawksianos– de la entereza y de la dignidad que hacen falta para sobrevivir a una existencia terrible, de la nobleza de sentimientos que también anida en los que viven en los márgenes de la explotación sexual y de la miseria moral. Tierna y dinámica, empática y conflictiva, Anora posee una voz propia que le pertenece en exclusiva a Sean Baker, capaz de proponer una deconstrucción crítica y devastadora del ‘sueño americano’ sin engolar la voz y sin ponerse trascendente. Necesitamos muchas más películas así.
Carlos F. Heredero
En el segundo acto de La Traviata, Violetta, una prostituta de la alta aristocracia de la época, visita con Alfredo, su amante de clase social alta a su suegro Giorgio Germont. Este no puede aceptar la dudosa condición moral de la novia de su hijo y la repudia. Anora de Sean Baker podría considerarse como una variación en torno a ese viejo tema planteado en La Traviata, si no fuera porque estamos ante una comedia pasada de rosca, Violetta es una prostituta que trabaja en un sórdido peep show neoyorquino, Alfredo es un eterno adolescente caprichoso hijo de una familia de mafiosos rusos y el padre –en este caso más la madre– es un traficante de armas. Sean Baker parte de la no aceptación de una prostituta en un medio económico rico, pero reduce sus personajes a la mínima expresión, convirtiéndolos en un reducto de seres insoportables y engreídos. En su primera parte, Anora parece recuperar un universo en el que Sean Baker se siente cómodo basado en la descripción de cierta sordidez en torno a las perversiones sexuales. Su anterior película, Red Rocket, contaba la historia del retorno de una estrella del porno a su casa; en esta ocasión cuenta la fantasía de la inserción en un mundo lujoso de auténtico cartón piedra. Es innegable que Sean Baker tiene un estilo particular y que Anora juega sus cartas a todo o nada. Desde el primer momento se produce una cierta complejidad en torno a una serie de personajes de un solo trazo, que se mueve en una comedia de tono muy grueso y en el que el chico protagonista, el Alfredo de la historia, debe ser el imbécil más insoportable que se ha dibujado desde hace años en una pantalla. Aceptar las reglas del juego puede conducir a considerar Anora como una comedia divertida; no aceptarlas, en mi caso, convierte la película en una anodina farsa salida de madre. Sean Baker hace que los personajes no cesen de gritar, que sean histriónicos y que a medida que avanza el relato todo gire en torno a lo que puede ocurrirle a la prostituta que se ha casado en Las Vegas con el hijo tonto del traficante de armas ruso, mientras los sicarios quieren solucionar el asunto. Aunque no tenga la pretensión de contarnos cuál es el estado del mundo, no estamos demasiado lejos de El triángulo de la tristeza de Rüben Ostlund.
Àngel Quintana