Print Friendly, PDF & Email

Una dolorosa no puede llevar los labios pintados. Nada de colores o florituras. Una virgen que llora, madre sufriente, espejo de esa interpretación interesada de la virtud bajo la que se ha querido doblegar a la mujer, solo puede ir ataviada de tristeza. La protagonista de Mamacruz lo sabe, pero igualmente adorna con ilusión una pequeña talla católica de la virgen María. Este acto refleja el proceso de redefinición de identidad que atraviesa la protagonista absoluta de la obra de Patricia Ortega. Una Kiti Mánver llena de matices interpreta a esta mujer andaluza con dos nombres: uno es Mamacruz, apodo elegido para ella por su nieta preadolescente; el otro es Cruz, su nombre real oculto tras las obligaciones de esposa, madre y ahora cliché de abuela resignada. El sintético e ilustrativo prólogo del film parte del patetismo tierno de la barriga de un marido que ronca sentado en un sofá. Tras una clara definición de su personaje principal, la cineasta utiliza como desencadenante el encuentro casual de Mamacruz con un vídeo pornográfico en Internet. A partir de entonces, el ambiente sonoro cambia cuando la excitación se convierte en una música flamenca que sube de volumen.

Abundan los planos detalle y el castrador peso de la educación religiosa. Los espejos reencuadran a la protagonista, haciéndola compartir plano con ese callado imaginario cristiano que siempre está observando. Patricia Ortega podría haber optado por potenciar esa parte de la cinta en la que Cruz se siente excitada por la palabra de Dios. También hasta las imágenes de los tétricos Jesucristos que ella viste en la sacristía de la Iglesia le despiertan un calor incómodo. Pero en lugar de optar por remarcar ningún fetichismo provocador, la cineasta conduce a Cruz a una terapia sexual colectiva en la que continuar la reflexión sobre los tabúes que rodean al deseo y al placer femenino. Mamacruz habla con respeto de la castración cultural y defiende que es posible liberarse de esa oda a la culpa a la que nos condenan los cultos religiosos. También recuerda que las mujeres no mueren cuando cumplen determinada edad, ni cuando se casan, ni cuando son madres o abuelas (ni cuando no cumplen con nada de lo recogido en la lista anterior). La película nos guiña un ojo incluyendo además algunos detalles como cojines en forma de vagina de ganchillo. Con esa misma sonrisa, y paleta sin saturaciones, Patricia Ortega habla de lo terapéutico de soltarse el pelo para salir de la opresión. El final liberador llega con una puesta en escena más surrealista, una particular manera de recordar que la única iglesia que ilumina es la que arde entre las piernas.

Raquel Loredo