No es Fairytale un mero capricho visual, ni un intermedio más o menos lúdico en la filmografía de Aleksandr Sokurov. Ya Francofonia –su largo anterior, estrenado hace nada menos que siete años— recorría los caminos de la disolución iconográfica y redirigía la condición esquiva de las formas como superación de un cierto estadio de la representación, el mismo que Sokurov había puesto en duda desde siempre pero cuyo umbral no se atrevía a traspasar. En Fairytale, es como si se hubiera dado el paso, o por lo menos como si estuviera más cerca. Sueño o pesadilla, reciclaje de imágenes y sonidos que parecen surgidos de un estado de duermevela del que resulta imposible salir, la película recrea un encuentro imposible entre Churchill y Hitler, Stalin y Mussolini, incluso Jesucristo y Napoleón, en un purgatorio que semeja un infierno, embarcados en lo que parece su condena, paradójicamente cercana a lo que podría ser su ideal: dirigirse cada día a una multitud que los aclama, para regresar luego a un estado de letargo y deambulación sin fin. Dejo para los especialistas las cuestiones técnicas que están detrás de esta operación de manipulación de las imágenes, desde el juego con los archivos y materiales preexistentes hasta la inclusión de actores y decorados digitalizados, y me centro en lo que se oculta, según creo, tras esa operación de desmontaje.
Pues, más allá de eso, Fairytale no piensa, no habla de nada, simplemente especula. El relato convencional ya no sirve ante el deseo de dar vida a la reimaginación de la Historia, pues no se trata de reescribirla sino de verla como un espacio delimitado pero cambiante, que surge de aquello que sabemos pero también de lo que intuimos. Eso que comúnmente se considera el inicio de la era contemporánea, la Segunda Guerra Mundial y sus alrededores, no fue la consecuencia de una cadena de causas y efectos, sino el resultado, complejo e indefinido, de una serie de entrecruzamientos, de figuras sobredimensionadas por el mito, que aquí hablan entre sí como si fueran antiguos compañeros de trabajo que recuerdan los viejos tiempos. Todo fue una farsa, sí, pero también una tragedia de la que ni ellos ni nosotros somos todavía plenamente conscientes y que puede volver a ocurrir, como parece afirmarse y hasta anhelarse en el film. Y esa idea de la repetición, que está en la base de todo, afecta igualmente a un escenario dantesco –Mussolini cita una y otra vez el inicio de la Divina Comedia— cuya transformación incesante impide su identificación más o menos certera. Pues Fairytale no es tanto una fantasmagoría como una realidad inevitablemente deformada por el uso y el desgaste, una ficción imposible que nunca llega a arrancar del todo, o que se reinicia sin cesar, porque ni siquiera encuentra ya su lugar en el tiempo. De El Greco de Madre e hijo, Sokurov ha pasado directamente al desierto de lo real, como hubieran dicho los Wachovski y Zizek. Y del fin de la pintura a la deslocalización de una imagen que ha perdido ya todo referente realista. Fairytale es un apunte indispensable para entender en qué se está convirtiendo ahora buena parte del cine que estamos viendo, más allá de pandemias y plataformas.