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Habría que reivindicar el derecho de cualquier cineasta a hacer la película que le venga en gana, aunque no se adapte a los cánones de prestigio y respetabilidad imperantes. O aunque sepa de antemano que puede que le salga eso que se llama una ‘mala película’. Ignoro si es el caso de Claire Denis y Fuego, pero la cuestión no es esta, ni tampoco si Fuego es o no al cien por cien una película-de-Denis. ¿Y qué más da? Lo que importa son los apuntes, los esbozos, el cine mismo asomando la cabeza en los lugares más inesperados. Da igual si me gusta o no Fuego –esto no es Twitter, por ahora–, pues sus fracasos me parecen mucho más estimulantes que los presuntos logros de otras películas, más medidos y premeditados, más calculados y predecibles. Una ‘buena película’, según los estándares de algunos festivales y de cierta crítica, es aquella que obedece a determinadas normas de conducta que se han convertido ya en fórmulas. Fuego, en cambio, tantea en la oscuridad, se expone a todos los peligros, con la esperanza de que surja algo de esa búsqueda. Y no estoy hablando solo de ‘cine de autor’: véanse las recientes X (Ty West) o Black Phone (Scott Derrickson), terror que no paga tributo a las modas, para seguir hablando de tan felices desvíos.

Pero volvamos a Fuego, que no por azar intenta denodadamente conciliar cine comercial y cine de autor. No es nada nuevo, ni siquiera en la filmografía de Denis. Sin embargo, eso le permite crear singulares maridajes: filmar a dos estrellas como Juliette Binoche y Vincent Lindon discutiendo solos en una habitación durante largo rato, o aceptar construir dos tramas y enfrentar una con otra, a ver qué pasa. Solemos decir, cuando ocurre esto último, que la película debería haberse centrado solo en una y no dispersarse. ¿Por qué esa obsesión por la unidad de estructura o estilo? A mí me parece conmovedor que Denis intente unir torpemente los dos relatos, el de la pareja y el del padre y el hijo, mediante una estrategia muy suya: el amor como mestizaje, como si querer a otro u otra fuera siempre una lucha, pues metafóricamente todos somos de distintas razas y de culturas inconciliables, como lo son Lindon y su hijo mestizo, como lo son Binoche y Grégoire Colin. Por supuesto, el intento queda en nada, pero el film acaba preguntándose qué ha sucedido para que una idea así no cuaje y eso lo convierte en un organismo vivo, en constante evolución.

En uno de esos estados cambiantes, Fuego se convierte de repente en un melodrama, el más excesivo de los géneros, que Denis no solo se niega a eludir, sino que intensifica centrándose en algunos de los momentos más fuertes y tormentosos surgidos del triángulo Binoche-Lindon-Colin. Si eso me recuerda al Truffaut de La mujer de al lado o hasta al Pialat de No envejeceremos juntos, quizá signifique que se ha creado una nueva conexión en la historia del cine francés, que Denis puede estar evolucionando hacia ese lado sin ni siquiera darse cuenta. Y que La mamá y la puta, el film-mito de Jean Eustache que se aborda en este mismo número de Caimán CdC, sea también la turbulenta historia de un triángulo y otra deconstrucción del melodrama clásico, puede añadir aún más elementos a esta intriga apasionante: por fortuna, la historia del cine sigue moviéndose sin descanso.

Carlos Losilla