El hogar de un vaquero está donde deja su sombrero, un principio fundamental del western que alude a la naturaleza cambiante, nómada y aventurera del Oeste y sobre todo, siempre en movimiento. El Eephus contrasta este espíritu, es un lanzamiento de béisbol poco convencional que se caracteriza por su velocidad extremadamente lenta, en comparación con otros lanzamientos estándar como la recta o la curva. Su propósito es descolocar al bateador, quien puede no anticipar la lentitud del lanzamiento después de acostumbrarse a otros más rápidos. Bajo esta premisa se abre paso la cinta de Carson Lund, en la que el verdadero Eephus no es el lanzamiento, sino el tiempo.

En esta historia, un grupo de jugadores ya veteranos se disponen a jugar su último partido en un campo de béisbol que pronto desaparecerá. La cinta comparte el espíritu que tenían los westerns crepusculares. Para la cultura estadounidense, los deportes son comparables a una leyenda de aventuras. Aquí, el enfoque no está en la épica del golpe ni en las carreras heroicas de los jugadores, que incluso ridiculiza por momentos, sino en las conversaciones que suceden en las gradas mientras el partido se mantiene en segundo plano. Estas, desgastadas por el uso y el paso de los años, cobijan a unos pocos espectadores jóvenes, reflejando el cambio generacional y el tiempo marchito, como la niña que se cuestiona, sin comprender, por qué les importa tanto ese partido.

Todo podría acabar con una mirada melancólica y la caída de la noche, sin embargo, Lund decide darle otro matiz a la cinta. Cuando los jugadores, ya desgastados y cansados hablan de abandonar el partido porque oscurece, sacan los faros de los coches para seguir el juego, y con ello, renovar el espíritu juvenil por el que empezaron toda esta odisea. Abandonan la adultez para conectar con los niños interiores e inocentes que hace tanto tiempo dejaron atrás y que querían jugar en los parques hasta que se hiciera de noche porque nada se lo impedía. Una película que juega con el concepto de final, que presagia el fin de una era, la era en la que ya no se comen únicamente perritos calientes en las gradas, las mujeres de los jugadores pueden ir a ver los partidos, y en la que los hombres no se pueden dedicar exclusivamente a ‘ser hombres’ (según el cánon clásico) pues las masculinidades cambian. Así, al igual que haría John Wayne en el final de Centauros del desierto (1956), aceptan este nuevo rumbo y lo celebran terminando el último partido, y, por un momento, vuelven a ser niños para aceptar que el futuro es nuevo e incierto. La película se articula sobre los silencios, las esperas y las conversaciones mientras los jugadores hablan de los dolores físicos, de compromisos familiares, de lo que sucederá al final del partido o de sus deseos y dudas de dejar de jugar, al igual que sucedió con los vaqueros que en su día dejaron de morir con las botas puestas.

Clara Tejerina