Siguiendo al pie de la letra su libro de estilo en el campo del trabajo documental (reapropiación de imágenes de archivo sonorizadas en posproducción para ‘reconstruir’ el sonido ambiente original, sin voz narradora alguna; una modalidad que ya hemos visto en títulos suyos como Funeral de estado o Babi Yar. Context, entre otros), Loznitsa toma esta vez como punto de partida el libro homónimo de W. G. Sebald para aproximarse a las atrocidades cometidas por los ejércitos aliados sobre varias ciudades alemanas (Colonia, Rostock, Dresde…) durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeadas sin piedad hasta destruir gran parte de sus edificios y dejarlas reducidas prácticamente a escombros. El cineasta rescata, incluso, un discurso de Winston Churchill, en el que invita a los habitantes de aquellas ciudades a salir al campo para escapar del bombardeo, y para que así “puedan ver tranquilamente cómo arden sus casas”, en frase literal.
La reflexión de fondo no puede ser, aquí y ahora, más pertinente: ¿es legítimo el bombardeo masivo de la población civil durante una guerra…? Y no solo: ¿es legítimo hacerlo en nombre de una causa justa, como sin duda lo era la lucha contra el nazismo? La dimensión atroz de la catástrofe y de la barbarie perpetrada entonces por las naciones democráticas que trataban de vencer al fascismo queda de manifiesto en las imágenes aéreas que cierran la película en oportuno contraste con el bloque que la abre: múltiples planos del patrimonio monumental, artístico y cultural, de la vida civil, en las calles, en los cafés y en las tiendas, testimonio de una sociedad culta y avanzada que, sin embargo, acabaría sucumbiendo a los cantos de sirena del nacionalsocialismo hitleriano, a quien colocó en el poder, y cuya presencia escenográfica en el espacio público se va haciendo presente, poco a poco, a medida que avanzan las primeras secuencias del film.
Loznitsa construye su película con un rigor implacable. El segundo bloque del relato está dedicado a la fabricación industrial de los motores y de los aviones que luego han de ejecutar el bombardeo. Vemos a los obreros apretando tornillos, colocando planchas de metal, instalando las hélices y subiendo las bombas a los aparatos. Es una tarea de obreros humildes, de honestos y dedicados trabajadores industriales que ensamblan, manualmente, las máquinas que después van a matar a miles y miles de obreros y de ciudadanos como ellos, de cuyas viviendas apenas quedarán en pie algunas paredes en ruinas. El tercer bloque, prácticamente abstracto, está ocupado únicamente por las luces que resplandecen, en la oscuridad de la noche, durante los bombardeos que reducen a cenizas el hábitat de la población civil, y el cuarto deja al descubierto el resultado casi apocalíptico de los ataques.
Las imágenes hablan por sí solas y nos confrontan con una reflexión de calado que resuena hoy con fuerza perturbadora sobre la conciencia mundial y europea, ahora que una nueva barbarie, perpetrada esta vez por el nacionalismo panruso de Putin (en nada diferente al del nazismo germano de los años treinta y cuarenta del siglo pasado) bombardea de nuevo a la población civil, por mucho que en esta ocasión no haya causa noble alguna que argumentar. El cine de Loznitsa vuelve a colocar en el centro del debate urgentes cuestiones morales que interpelan tanto a la memoria histórica más incómoda, como a nuestro propio presente.
Carlos F. Heredero
En un momento de Sobre la historia natural de la destrucción, W. G. Sebald escribe sobre los bombardeos aliados en las ciudades alemanas: “Un pueblo que había asesinado y maltratado a muerte a millones de seres humanos no podía exigir a las potencias ganadoras nada que tuviera que ver con la lógica militar que dictó la destrucción de las ciudades alemanas”. El silencio del pueblo alemán ante las ruinas de sus ciudades es, en términos bélicos, el silencio del vencido. El escritor austríaco W. G. Sebald quiso luchar contra este silencio y publicó en 1999 un ensayo terrible para luchar contra la desmemoria y recordar que los vencedores también masacraron a civiles alemanes, que la excusa de salvar a Europa del nazismo estuvo plagada de destrucción y de injusticia. Sin citar la obra de Sebald, más allá de su título como referencia, Sergei Loznitsa enlaza con sus ideas para mostrarnos en imágenes de archivo cómo se desarrolló esta historia de destrucción.
La película empieza con imágenes del pueblo alemán comprando y paseando por el berlinés ‘Unter den Linden’. Como si fueran imágenes de un tiempo de inconsciencia antes de la destrucción. Más tarde vemos las almas que fabrican balas, metralletas y bombas de bombardeo. El general Montgomery se reúne con los fabricantes de armas e indica que están fabricando el armamento más potente del mundo. Winston Churchill pronuncia un discurso a la nación recordando que empezarán a destruir las fábricas alemanas de armamento y que la población civil debe abandonar sus casas porque podrían ser víctimas de unos bombardeos que durarán hasta la victoria aliada. Una voz acabados los discursos empiezan a estallar las bombas y el paisaje alemán se transforma. Dresde, Colonia o Rostock ya no volverán a ser las mismas. La población huye con sus enseres, los bomberos apagan el fuego y sacan algún cadáver de las ruinas, las autoridades nazis pasean por el lugar. Alemania aparece como un paisaje infernal, como un pueblo devastado. Sergei Loznitsa, cineasta de origen ucraniano, no nos habla de las bombas rusas que han caído sobre Járkov o Mariúpol. Al resucitar las imágenes del pasado nos recuerda, como hizo en su momento W. G. Sebald, que la historia humana de la destrucción se repite, que los discursos son siempre los mismos y que las víctimas inocentes siempre acaban huyendo o falleciendo.
Àngel Quintana