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El cine de Jacques Audiard siempre da menos de lo que parece. Y en este sentido resulta extremadamente curioso el modo en que su última película, titulada aquí París, distrito 13, intenta casar con escaso éxito los modos tradicionales del director con ciertas nuevas formas del cine francés de autor, en concreto las que salen a relucir en los films de su última cineasta de moda, Céline Sciamma, aquí en funciones de coguionista a partir de tres relatos del artista gráfico Adrian Tomine. Por un lado, Audiard sigue filmando con su estilo robusto pero un tanto hueco, aunque afortunadamente no hasta el extremo de The Sisters Brothers (2018), su película anterior. Por otro, esa desencarnación de las formas se produce en el seno de una estructura narrativa igualmente engañosa, en principio compleja y finalmente flácida, que quiere discurrir en varias direcciones: la historia de un romance peculiar, la historia de otro que se cruza con el primero, la historia de ambos como reflejo de las nuevas formas amorosas en las ciudades contemporáneas. El resultado es vistoso y variado, pero tan arbitrario como el dudoso blanco y negro que le sirve de soporte visual.

París, distrito 13 pone en escena a un hombre y una mujer que parecen basar únicamente su relación en el sexo, aunque se quieren más de lo que creen (según nos recalca el film). Luego se desvía hacia otros universos con la aparición de un personaje de gran complejidad, una mujer de pasado dudoso y presente inestable que también obliga al relato a entrar en una zona nebulosa y turbia (sin duda la mejor del film). Y finalmente vuelve al redil intentando casarlo todo, otorgar clausuras cerradas incluso a aquello que no las pide y configurando una parte final cada vez más desmayada (como si las sugerentes indefiniciones anteriores debieran encontrar una solución a la fuerza). Pues bien, en medio de todo esto yo me siento un poco como con el drama carcelario de El profeta, la película que supuso el inicio de la nueva deriva de Audiard tras trabajos tan peculiares y sugerentes como Un héroe muy discreto (1996) o De latir mi corazón se ha parado (2005): sobre el papel todo funciona, pero en las imágenes resultantes el castillo de naipes se derrumba como si fuera de arena.