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En los títulos de crédito de Godland, se indica que la fuente de inspiración de la película fueron las primeras fotografías que se conservan de la costa de Islandia, hechas por alguien que viajó desde Dinamarca. Las fotografías nunca son mostradas, pero el encuadre de la película en formato 1:33 nos lleva hacia esas imágenes fundacionales que sirven para construir un viejo imaginario. Hlynur Palmason –director de Un blanco, blanco día– nos traslada a finales del siglo XIX. Islandia no ha alcanzado su independencia de Dinamarca, a pesar de que el país tiene constitución propia. Hay ciertos recelos por parte de los islandeses a aceptar a los colonos daneses y las rupturas se ponen de manifiesto en la tensión existente a partir del uso de las lenguas.

Lucas es un cura danés que es enviado a algún lugar de la costa irlandesa para acabar de construir una iglesia para los fieles. En la primera parte de Godland seguimos el viaje del cura a través del mar hasta su llegada a Islandia; una vez allí, debe atravesar el país para llegar a su destino. El viaje parece tener un tono épico, pero tiene algo de ridículo, de empresa inútil, ya que como indica uno de los personajes no era preciso atravesar el país a pie porque con un trayecto en barco se llegaba hasta la costa. La absurdidad del viaje confiera un aire especial a la película, que podría ser un gran western antiépico. Una vez los personajes llegan a su aposento es preciso crear y consolidad la comunidad. Como en Pasión de los fuertes de John Ford asistimos a una celebración ante una iglesia a medio construir. El predicador baila con una chica del lugar ante la mirada del padre islandés que desconfía del recién llegado danés. A medida que la comunidad se constituye y la iglesia toma forma, surgen las tensiones. Hay una incipiente historia de amor entre el cura y la chica. Existe un sentimiento de intolerancia, pero también está presente el mal, que socava los cimientos de esa hipotética comunidad en construcción. El mal conduce a la tragedia y Palmason nos muestra la parte más torturada y oscura del protestantismo. El cura es incapaz de asumir la celebración ante sus fieles, el tormento interior lo transforma. Todos estos elementos podrían convertir Godland en una gran película, pero si tenemos en cuenta la puesta en escena de Palmason, su gusto por los planos equilibrados, su sentido del paisaje y el impresionante trabajo de los actores, acabamos desembocando en una de las mejores apuestas vistas, hasta el momento, en Cannes. A partir de la trayectoria anterior de Palmason podíamos deducir que Godland era una sorpresa anunciada, pero la película va más allá y acaba siendo un preciado tesoro.

Àngel Quintana

¡¡Por fin, una película en la que la precisión de los encuadres, el movimiento de la cámara y el sentido de la planificación juegan una función expresiva y dramática de primera magnitud…!! De cómo este hermoso film, con toda seguridad una de las verdaderas cimas del festival, ha sido absurdamente relegado a un rincón casi inadvertido de la sección Un Certain Regard, mientras un número más que considerable de minucias y de compromisos industriales (más que evidentes, realmente escandalosos), han tenido el honor de situarse en la Sección Oficial, en Cannes Premiére o en las Sesiones Especiales fuera de concurso, deberían dar cuenta los criterios de selección que han sido incapaces de valorar una de las obras más poderosas, más originales y de mayor altura creativa de los últimos años. Sus imágenes, filmadas en un exigente 1:1,33 con los bordes redondeados (exactamente igual que Jauja, de Lisandro Alonso, de la que si duda procede la inspiración para numerosos encuadres) nos sitúan en Islandia a finales del siglo XIX, cuando la isla es todavía una colonia danesa. Hasta allí llega una expedición comandada por un joven sacerdote con la misión de edificar una iglesia y llevar la palabra de Dios a una pequeña y aislada comunidad, inicial pretexto narrativo para que Hlynur Palmason cartografíe ­­–con tanto rigor etnográfico como fílmico– unos paisajes sobrecogedores sobre los que se despliegan varios conflictos dramáticos que se superponen unos sobre otros: el recelo de los islandeses hacia los enviados daneses de la metrópoli, la dialéctica entre la búsqueda de la trascendencia y la materialidad física del entorno, la angustia existencial por el ‘silencio de Dios’ y last but not least, la respuesta feroz del patriarcado cuando ve peligrar sus cimientos, aunque la amenaza provenga de un ámbito religioso.

Pero lo que realmente sorprende de la propuesta es la dimensión telúrica de la experiencia, generada por una armónica aleación entre el lenguaje fílmico y la densidad generada por sus articulaciones formales. La cámara registra casi siempre a distancia el deambular de los protagonistas mientras estos se funden casi literalmente con una naturaleza que les absorbe y que terminará por incorporarlos, tanto a los animales como a los hombres, como materia orgánica para el mantenimiento de los ciclos vitales de su ancestral territorio. Entre medias, el relato se toma sus pausas para intercalar algunas de las fotografías que iba tomando el protagonista a fin de identificar etnográficamente el discurrir de la expedición, idea que parte, según nos indican los títulos de crédito al comienzo, de las primeras fotografías que se hicieron en la tierra de Islandia. La trastienda más oscura de la fe protestante, los miedos más atávicos enquistados en una tierra todavía salvaje en la que los colonizadores imponen su ley y la búsqueda de un registro científico en paralelo a la búsqueda religiosa van dando forma, en la dimensión temática, a un film que podría emparentarse con las tragedias existenciales escandinavas (de Dies Irae a Rompiendo las olas, ambas danesas, claro está), pero que afirma con contundencia, y con extremado, admirable rigor, una personalidad estética, narrativa y formal claramente diferenciada para entregar el primer gran hallazgo, la primera gran sorpresa del festival. Volveremos sobre ella con más amplitud.

Carlos F. Heredero