Marina, una profesora casada y con una hija adolescente, tiene una aventura con el padre de una de sus alumnas, un ucraniano que vive y trabaja en Suiza desde hace años, pero sin permiso de residencia. La niña, Ulyana, una prometedora gimnasta, roba unos auriculares a una amiga del colegio, que Marina acaba por descubrir en su habitación en una de sus periódicas visitas a casa de su amante, desaparición que motiva que Ulyana robe otros en una tienda. Al ser detenida, tanto ella como su padre se ven obligados a huir, escapando de la policía. Todo en Spagat es igual de rocambolesco e inverosímil; toda la narración se sustenta en la causalidad, nada sucede porque sí, todo ha de tener una funcionalidad dramática (las situaciones en sí son verosímiles, lo que resulta inverosímil es su concatenación). Por ejemplo, vemos al trabajador ucraniano cargando una pesada pieza de un motor y lo primero que nos viene a la cabeza es cuestionarnos cuál será la funcionalidad de esa escena. Por supuesto, el motor resbala y aplasta el brazo del amante de Marina, que ahora, como la protagonista de Along the Sea, tampoco puede acudir a un médico, etc, etc.

El propio título, Spagat, habla a las claras de la impersonalidad de la película, de su concepción desde la producción antes que desde la escritura o la puesta en escena (la trama gimnástica es colateral, nunca central). La acumulación de peripecias y circunstancias parece motivada por una sucesión de errores que hay que subsanar, por la necesidad de llevar a sus personajes no se sabe muy bien dónde. Al final, poco sabemos de Marina y menos de su marido, mientras que Ulyana queda reducida a una caricatura, la de la niña prodigio cuyo egoísmo se diría un ataque a todos los inmigrantes. Esa es la principal contradicción de la película, concebida muy probablemente como una crítica a la situación de los trabajadores ilegales en Suiza, pero que acaba sustentando un ¿inconsciente? discurso antiinmigración.