Como uno de los grandes pecados capitales que puede cometer hoy en día un crítico es desvelar spoilers (sí, los publicistas dictan qué se puede escribir o no de una película), voy a intentar atenerme a estas reglas del juego tácitas, principalmente porque una breve crónica de festival puede obviar ciertos detalles que una crítica más profunda nunca debería dejar de lado. Todo esto viene a cuento de Ane, primer largometraje de David Pérez Sañudo cuyo título internacional en inglés ya no es tan discreto con la trama: Ane is Missing.
Pues bien, esta ópera prima de Pérez Sañudo tiene un giro dramático capital a mitad de metraje que bifurca el punto de vista narrativo, decantándose a partir de ese momento por una doble trama paralela que da al traste con una de las principales virtudes de su planteamiento inicial. Ambientada en el País Vasco en 2009, en el marco de las expropiaciones de unas viviendas para la construcción de la línea de alta velocidad vasca, la película arranca con la llegada de Lide a casa, solo para descubrir que Ane, su hija adolescente, no ha dormido allí. La militancia política de su hija, información que conoceremos pronto, y que Lide trabaje como vigilante en la empresa constructora de la LAV son asuntos que seguramente guardan relación con esa desaparición. En el fondo late un temor, de Lide en este caso, pero que se podría hacer extensivo a toda la sociedad vasca post-ETA: el paso a la clandestinidad, el fantasma aún no exorcizado de la vuelta del terrorismo, aunque sea un terrorismo de baja intensidad, que no por ello evita dejar en el camino alguna que otra víctima. Y Lide podría ser a su modo otra víctima, la de la madre que, como en Pastoral americana de Philip Roth, pierde a su hija, en un sentido tan metafórico como práctico.
Pero este planteamiento se viene abajo en cuanto las peripecias se suceden y adueñan de la trama (¿en serio la secuencia de montaje del viaje a Bayona es obra del mismo Pérez Sañudo?) como consecuencia de una desconfianza en los espectadores que parece consustancial a buena parte del cine español, sospecho que por culpa más de los productores que de los propios cineastas. A veces se produce la excepción, como ese prodigio de narración elíptica que constituye Las niñas, en la que Pilar Palomero nunca cae en la tentación de que sus personajes cuenten todo aquello que sus imágenes (o intersticios) sugieren. Nada de esto sucede con Ane, demasiado mecánica en la definición de algunos personajes (el padre, la abuela) o que convierte en un molesto artificio (Lide bebiendo continuamente de su botella) lo que no debería ser más que un discreto tic que nos ayudase a entender a un personaje tan compulsivo. En la misma línea de todos estos formulismos de escuela de cine, ese final que replica en espejo la secuencia inicial del desayuno parece más un capricho del director (algo que quedaba muy bien en el guion) que una necesidad de la propia trama, que, de algún modo, ya nos venía a decir lo mismo en la despedida precedente.