Si la película inaugural de la competición New Directors de San Sebastián va a marcar la pauta de la sección, nos espera el mejor de los festivales. No es que sea improbable, para que voy a mentir, pues a la hora de escribir este texto ya he visto otras dos películas que no resisten la comparación con la de Dong Xingyi, una cinta de una madurez impropia de un debutante, eso sí, disfrazada de sencillez y de una inocencia que nos hace cuestionarnos en todo momento lo que estamos viendo. La historia no es otra que la de Junsheng que, como en O que arde, vuelve a su aldea después de unos años en la cárcel para reencontrarse en primer lugar con su anciana madre y después con unos vecinos y un pueblo que han cambiado mucho o nada. En todo caso, demasiado para un Junsheng que piensa que después de los años de prisión por un robo todo sigue igual que el día en que dejó el pueblo.
Dong filma su llegada desde la distancia, en planos generales muy largos, siempre privilegiando la funcionalidad sobre cualquier pretensión virtuosa, como si la amplitud del cuadro derivase de un afán de no ocultar nada, de mostrar ese mundo en el que quizás Junsheng nunca llegué a reintegrarse totalmente, al menos no hasta que acepte su nuevo rol, que no es el del insolente matón que acostumbraba a resolver sus disputas por la fuerza. La duda permanente durante todo el metraje es si estamos ante un documental o una ficción. Evidentemente se trata de esto último, por más que Dong lo disimule con alguna entrevista, pero es tanta la verdad de ese universo que conforma el trasfondo de personajes que rodean a Junsheng que la incertidumbre es plenamente legítima. Como un Bi Gan, pero menos esotérico y artificioso.