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Los primeros minutos de La mujer del espía transcurren ante la entrada de una fábrica. Puede que esta evocación a la Salida de los obreros de la fábrica de los hermanos Lumière sea la primera de las muchas referencias cinematográficas que se encuentran en la última película de Kiyoshi Kurosawa. Porque La mujer del espía es, ante todo, un hermoso ejercicio de condensación narrativa donde la realidad y la ficción se entrelazan y bifurcan continuamente a lo largo de todo el relato. Situada al comienzo de la Segunda Guerra Mundial (y con un final que marca también el fin de la contienda), la cinta explora el conflicto bélico desde las vidas privadas de sus personajes, las heridas psicológicas y la fractura que el horror provoca en la psique humana.

En este contexto de claroscuros, Kurosawa utiliza la luz para separar espacios físicos y evidenciar la distancia que separa lo colectivo de lo individual: por un lado, el exterior, una zona ‘extralumínica’ donde todo desaparece cuando es visto desde dentro; por otro, el interior de los lugares que ocupa la protagonista (Satoko) donde la luz siempre llega desde fuera por enormes ventanales y se refuerza con lámparas que siempre están encendidas. Esta distancia parece minimizarse al establecer un paralelismo visual entre la película casera de espías que los protagonistas filman (y que proyectan para un grupo reducido de espectadores) y el momento en que Satoko decide averiguar qué esconde su marido. A partir de la repetición de la secuencia (ambas escenas tienen una planificación similar), la imagen filmada termina convirtiéndose en un testimonio de lo que subyace dentro de la narración. Lo que también sucede con los experimentos filmados que se recogen en otra película que forma parte del relato: una revelación que pone en perspectiva lo que acontece en la sombra. La verdad en formato fílmico.