Existe una perversidad inquietante a lo largo y ancho del metraje de Murina, la ópera prima de la cineasta croata Antoneta Kusijanovic, estrenada en la Quincena de Los Realizadores de Cannes del pasado verano. Algo que ya puede vislumbrarse en la primera secuencia subacuática de la cinta. De la placidez del fondo del mar y la calma provocada por la ingravidez, roto violentamente por un estallido de violencia fortuito e inesperado, realzado por el plano de la morena que da título a la cinta y que sirve de metáfora y símil de su protagonista femenina, Julija. A partir de ahí, la cinta transmite una sensación voluptuosa y desasosegante, pegajosa y visceral. Unas sensaciones que provienen de un deseo sexual incipiente, fruto de la pubertad, que entra en conflicto con el miedo y la repulsa hacia la sexualidad y su propio deseo.
Una confrontación entre el deseo y la repulsión, surgido de una incestuosidad latente en el relato, proveniente de un entorno heteropatriarcal sofocante, que objetifica y castra el cuerpo femenino. Algo que es recibido por su protagonista y representado en la puesta en escena de la obra, desde una mirada escorada en el encuadre del plano, que sirve de señal de alerta para llamar la atención del espectador hacia aquello que se queda escorado en los márgenes del plano y que es heredera formal y estilística del Verano 1993 de Carla Simón, junto a la carnalidad de La piscina de Jacques Deray y la inquietante amenaza latente hacia el género masculino de Amer, de Cattet y Forzani, cuyo eje concéntrico es un entorno acuático, santuario de su protagonista y que sirve como espacio seguro, finalmente invadido por las mencionadas masculinidades tóxicas de las que la protagonista huye infructuosamente.