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El último cine de Pietro Marcello parece impulsado por una especie de energía interior que nunca cesa, por un fuego que jamás se consume. Cuando una situación se va apagando, surge otra que la sustituye y todo vuelve a empezar, en una incesante resurrección de la ficción que se extiende por todos los rincones de la trama. Pero ¿he dicho “trama”? ¿Se puede emplear esa palabra para definir aquello que estructura un film como Scarlet, quizá una nueva versión del cuento de la Caperucita, quizá una fábula sobre una heroína que logra liberarse a sí misma a pesar de todos los pesares, quizá una ensoñación delirante a partir de los horrores de la guerra? Pues todo empieza después de la primera contienda mundial, cuando un carpintero tosco pero sensible reaparece en su pueblo para comprobar que su mujer ha muerto y le ha dejado una hija de la que tiene que cuidar. A partir de ahí, la imagen documental deja paso a una cámara siempre oscilante que, sin embargo, se acerca al universo multiforme y fantástico que se despliega a su alrededor como si lo estuviera filmando desde dentro. Pues ese es el sello distintivo de Marcello, tanto en Martin Eden como en Scarlet: su concepción del realismo no tiene nada que ver con la realidad tal como la conocemos, sino con los modos de representarla, a los que siempre se puede dar otra vuelta de tuerca que los conduzca por derroteros muy distintos a los acostumbrados.

El resultado son imágenes inauditas: una bruja aparece en pleno bosque sin que la película pierda el norte; un aviador surca los cielos para encandilar a la joven protagonista, pero también para hacerla consciente de su identidad; un trozo de madera se convierte en un mascarón de proa que recuerda a la esposa muerta… Por supuesto, Scarlet es un film con múltiples altibajos, que incluso a veces se desmiembra a sí mismo intencionadamente, como si la ficción fuera como los troncos que despieza el protagonista o los juguetes que fabrica. Pero hay que fijarse ante todo en su arrojo, en su nulo sentido del ridículo para darse cuenta de que se trata no tanto de un discurso como de una forma en estado puro que poco a poco se convierte en otra forma y así hasta el infinito. Puede que el punto de partida sea el cuento de Aleksandr Grin citado al inicio, pero el punto de llegada es, sin duda, el musical, no tanto por las (sorprendentes) escenas construidas según las frágiles leyes de ese género como por su estructura lábil, a veces inexistente de tan flexible,  basada más en la armonía y la disonancia que en el relato.