Zoe Lucas lleva casi cincuenta años viviendo en Sable Island, una isla a 175 km al este de Nova Scotia (Canada) y que no es más que una larga lengua de arena (de ahí la etimología de su nombre francés). A día de hoy es su única residente permanente, descontando sus característicos caballos salvajes o las focas que arriban a sus playas. Por allí han pasado distintas expediciones científicas y hasta el mismísimo Jacques Cousteau. Lucas ha fundado un Instituto que lleva su nombre y que se dedica a la conservación de la isla, fundamentalmente recogiendo todo tipo de residuos que llegan a sus costas, en la mayor parte de los casos plásticos de todos los tamaños que ella limpia y va catalogando con un grado de meticulosidad que resulta tan sorprendente como la forma de vida por la que ha optado. Ella y la isla o la isla y ella, tanto monta, son las protagonistas del documental de Jacquelyne Mills, Geographies of Solitude. Mills pasó con Lucas varias semanas en tres estancias diferentes entre 2017 y 2018, pertrechada con tres cámaras (dos de 16mm y una de vídeo) y equipos de sonido. Como sucedía con los viejos documentalistas, aquí la experiencia (vital) va de la mano de la experimentación (cinematográfica). El planteamiento ecológico de Mills puede sonar a pura demagogia, pero por una vez se traduce en una forma de lenguaje visual y sonoro que busca lo experimental por la vía del reciclaje, por el aprovechamiento de los elementos que la cineasta encuentra en la isla. Los trozos de plástico pueden pegarse al celuloide para conformar fragmentos abstractos; los micrófonos de contacto permiten registrar el sonido de los insectos andando por la arena y con ellos elaborar la banda sonora. Pese a todo ello, Geographies of Solitude no es una película experimental, su extraordinario poder de fascinación deriva al contrario de un perfecto equilibrio entre la información sobre el personaje y las cualidades matéricas del soporte fílmico, de su espíritu eminentemente pionero. En coherencia, la película aparece filmada por “Jacquelyne Mills with Zoe Lucas”.
Por su lado, Mikhaël Hers se traslada en el tiempo, al París de los años ochenta, justo después del triunfo electoral de Mitterand, en Les passagers de la nuit. Nuevos tiempos para Élizabeth (Charlotte Gainsbourg), a la que acaba de dejar su marido y debe de rehacer su vida trabajando en un programa radiofónico nocturno y lidiando con sus dos hijos adolescentes. Por si fuera poco, acaba acogiendo esporádicamente y a lo largo de varios años a otra adolescente que llega a París y que no tiene donde alojarse. Este personaje es fascinante, básicamente en su obsesión con Pascale Ogier, a la que descubre en Las noches de la luna llena y Le Pont du Nord, y queda traumatizada por la inesperada muerte de la actriz. Pese a lo que pudiera parecer, Les passagers de la nuit no es una película nostálgica ni imbuida de una cinefilia enfermiza. Hay también otra referencia a Rivette (Le Veilleur, el documental de Claire Denis), pero la película de Hers es ante todo un homenaje a una ciudad, París, y al desencanto post 1981.
Hers parte de la ruptura familiar para ir proponiéndonos luego la reubicación familiar de sus miembros: las nuevas relaciones, la independización de los hijos, la mudanza a una nueva casa. Si Les passagers de la nuit es una propuesta tan modesta como emotiva, Un año, una noche, la película de Isaki Lacuesta sobre los atentados en la sala Bataclan en noviembre de 2015, posee la ambición (también los medios y el presupuesto) de una película importante (para Lacuesta, pero sobre todo para el cine español), por más que el atentado de Bataclan no sea tanto el centro de la película como su desencadenante dramático. En el fondo su tema es otro, el terror que domina a toda una ciudad, de nuevo París, después de unos atentados que han puesto en evidencia su vulnerabilidad. Y Lacuesta lo expresa a través de la crisis y descomposición progresiva de una relación de pareja (Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant), como si se tratase de una película de Maurice Pialat. En cualquier caso, su gran acierto es la propia representación de atentado, como un recuerdo fragmentario en el que la cámara parece seguir las órdenes lanzmannianas de la policía que rescata a los supervivientes: “¡No miréis abajo!”. A los cadáveres, a la sangre, se entiende. Nada de eso se muestra, tampoco a los terroristas por más que el rostro de uno de ellos siga percutiendo en la memoria de Ramón. Un año, una noche trata sobre el trauma de los supervivientes, sobre las distintas formas de abordar la recuperación, la de una pareja, pero también la de una ciudad.
Ni una isla ni una ciudad, Carla Simón recrea todo un mundo en Alcarràs, el de los cultivadores de fruta de la comarca del Segrià, en Lleida. No tanto un mundo que se acaba, pese a que el arco dramático parezca retratar el fin de una época, como un mundo que ha de adaptarse a unas nuevas circunstancias que vienen impuestas por problemas viejos (los precios de la fruta) y otros mucho más imprevisibles (los nuevos usos del suelo). De nuevo un conflicto como desencadenante de una crisis familiar, que en este caso afecta a tres generaciones de la misma familia. Simón transita de lo íntimo (Estiu 1993) a lo colectivo (Alcarràs) sin por ello abandonar lo personal. Y esa transición tiene algo de reinvención o de salto sin red. El origen autobiográfico de su opera prima (la excepcionalidad de su infancia) podía despertar ciertas dudas sobre el futuro de Simón como cineasta, hacia donde encaminaría su carrera. Su segundo largometraje las despeja por completo. Por un lado Alcarràs contiene el germen de Estiu 1993, el trabajo con los niños, en este caso con niños y adolescentes, que son los que nos cartografían el espacio natural (los juegos de Iris y sus primos) y cultural (los concursos, las fiestas y los bailes de sus hermanos mayores). Pero la película se expande (y es así cómo vemos crecer a Simón como cineasta) en el trabajo con los adultos, esta vez todos ellos no profesionales, retratando una forma de vida ligada a la tierra, en un claro posicionamiento social, político y económico que nos está hablando de nuestro presente. Proyectada en Berlín tres días después de que los académicos premiasen El buen patrón como mejor película española del año, Alcarràs desmonta todos los tópicos sobre los que se cimenta el cine político que llevan practicando directores como León de Aranoa desde hace más de veinte años. Bienvenidos al siglo XXI.