Print Friendly, PDF & Email

Ópera prima de la norteamericana Marian Mathias, realizada con el apoyo de la Cinéfondation de Cannes y del Torino FeatureLab, la primera película en competición es una coproducción germano-francesa-estadounidense que sitúa a su protagonista (una joven apocada y taciturna, que parece haber vivido toda su existencia bajo la tiranía ­­–cuando menos, intimidatoria­­– de un padre enajenado y desconectado de la realidad) en las tierras de Illinois, a donde debe acudir para acompañar el féretro de su progenitor cuando este fallece. La pequeña sorpresa es que nos encontramos ante una obra que, por encima y a pesar de sus limitaciones evidentes, nos pone en la pista de una cineasta con una mirada propia y, muy probablemente también, con un oscuro mundo poético que llevar a la pantalla. Una directora que, en los mejores momentos de la propuesta, diríase una alumna o pariente estilística de Kelly Reichardt.

Fotografiada en un exigente formato 1:1,33, con una duración inusualmente corta (76 minutos) y con una austeridad de recursos realmente sorprendente, la historia está filmada por Marian Mathias en encuadres que buscan –y consiguen casi siempre– traducir visualmente la estrechez de las perspectivas vitales del personaje, así como la desestabilización de su existencia desde prácticamente las primeras secuencias del film, cuando la vemos fregar las escaleras de la casa reencuadrada por el estrecho marco de una puerta. El rigor de los encuadres y el sentido expresivo pero no exhibicionista de la planificación, quedan como lo más estimulante de una película que, en su dimensión narrativa y dramática, resulta menos consistente. Empero, no todos los días ­–¡ni todos los meses!­– se tropieza uno con un cineasta capaz de expresar un mundo propio solo con su manera de encuadrar. Un buen comienzo para el festival.

Carlos F. Heredero

Runner es una historia sin retorno. Comienza con el último día de un padre en un pueblo de la América profunda, y a partir de su desaparición será su hija, Haas, quien atraviese el espacio durante el duelo como metáfora de un mundo que se le viene encima. La relación con un joven del pueblo la ayudará a encauzar la pérdida en un nuevo presente.

Es un escenario teñido de un dolor profundo, pero en la película no hay lugar para sentimentalismos. Tampoco para el dibujo arquetípico de los adolescentes. La sobriedad de las formas, el poder de sus silencios, la cuidada elección de los planos y su emoción contenida remiten al cine de Pawel Pawlikowski. En las rimas que el montaje del film se atreve a hacer con algunas de sus imágenes se encuentran los hallazgos visuales más hermosos de esta primera jornada del Festival. Pero la película no teme lanzarse a la deriva, abandonar toda posibilidad de avance, sacrificar los rincones convencionales de la narración para detenerse a contemplar a unos personajes que parecen sometidos al abandono de un paisaje tan hermoso como hostil. Huye de convertirse en un drama convencional, pero también de sí misma. Pareciera que el ejercicio consistiera en vaciarse de todo lo que podría contenerla. Lo que empieza desplegando los ingredientes tradicionales de un drama rural termina siendo la atrevida puesta en escena, sin concesiones, de El mundo de Cristina, la fundamental pintura de Andrew Wyeth que ya inspiró a otros cineastas en el pasado y que aquí se revela no ya como inspiración estética, sino como razón última: llevar al cine las emociones contenidas en una sola imagen.

Jonay Armas