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Drama carcelario sobre el trasfondo histórico de la Transición política, el nuevo largometraje de Alberto Rodríguez, sobre un guion que escribe junto a su colaborador habitual (Rafael Cobos), teje una ficción libre sobre el cañamazo de unos hechos históricos reales (el motín de la Cárcel Modelo de Barcelona y la fuga posterior de un grupo de presos) que se entrecruzan con las actividades de la COPEL (la Cooperativa de Presos en Lucha) y con la persistencia, en el estamento funcionarial de las prisiones franquistas, de toda la violencia y la barbarie propias de la dictadura que agonizaba, pero cuyas excrecencias se hallaban todavía en aquel momento enquistadas en los aparatos del Estado.

El relato tiene, sobre todo en la primera mitad del film, la solvencia y la solidez propias de su director, apoyadas también en este caso sobre la credibilidad de sus intérpretes y, en especial, de Miguel Herrán y Javier Gutiérrez. Por atmósfera, por credibilidad y por fuerza visual, todo ese tramo de la narración resulta tan desasosegante como convincente. Otra cosa muy diferente es la segunda mitad y, en particular, el último tercio de una historia que empieza a dar saltos de elipsis en elipsis porque lo dice el guion y sin ser capaz de crear una coherencia interior capaz de sostener con algo de argamasa los numerosos ‘huecos’ que empiezan a abrirse. Demasiado larga y, a pesar de ello, con la sensación de que ‘faltan’ bastantes secuencias entre medias, la película no termina de fusionar de manera convincente la ficción con el trasfondo histórico y se queda lejos, bastante lejos, de La isla mínima, un film donde esa dialéctica –menos evidente, más imbricada en los códigos de su género, menos pendiente de lo ‘explicativo’ (¡Ay, esa primera secuencia con los presos políticos, donde se le explica al espectador todo el contexto a base de diálogos didácticos y del todo inverosímiles…!!!)– resultaba mucho más interesante.

Carlos F. Heredero