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Les sugería hace poco, en la reseña de Bad Luck Banging or Loony Porn, la película-bomba de Radu Jude, que el exceso parece haberse instalado en determinado cine contemporáneo. Pero hay excesos y excesos, y no es lo mismo la provocación histérica de Jude que el delirio audiovisual que propone Petrov’s Flu, último largo de Kirill Serebrennikov (tras la melancólica Leto), basado en la novela de otro revoltoso, el joven escritor Alexey Salnikov. La excusa es que Petrov, el protagonista, tiene la gripe y, por lo tanto, también derecho a la alucinación, algo que se traslada a las propias imágenes desde el principio. Pero la verdad es que el film extiende esa condición pesadillesca a todos los ámbitos en los que se despliega y el resultado es ciertamente inusual, también muy notable, precisamente porque todo se juega en un incierto terreno neutral: aquel que pretende mostrar los intentos de Serebrennikov por poner un poco de orden en ese caos.

El tal Petrov es un dibujante de cómics reconvertido en mecánico, a punto de divorciarse, y lo que le ocurre es una travesía mental no solo por la ciudad, pasando por lo que fue su hogar, sino también por la historia de su país desde los años setenta, en su infancia, hasta los posteriores a la caída de la URSS. Por supuesto, el film no tiene vocación historicista alguna, ni mucho menos recurre a la épica o el intimismo metafórico para resolver sus tensiones. Al contrario, las asume sin complejos y las reconvierte en un flujo de conciencia regido por una subjetividad radical, no se sabe muy bien de quién o qué, quizá la de las propias imágenes, que cobran así vida y voluntad propia. El pasado y el presente, la realidad y el sueño, la percepción y sus desvaríos, se suceden así sin aparente orden ni concierto, hasta que pequeños detalles, frases que se repiten o situaciones reconsideradas desde otro punto de vista, empiezan a otorgar sentido al relato. Y es entonces cuando advertimos, entre sorprendidos y descolocados, que todo lo que hemos visto no es más que la historia de un hombre obsesionado por una imagen de su infancia, la crónica de un país anclado en una época que a la vez denuesta y añora. ¿Joyce pasado por Fellini o Proust sometido a una dieta de rock eslavo? En todo caso, un film capaz de dar sentido por sí solo a una sección festivalera como la que lo alberga.