Sería más bien insensato abordar Orlando, mi biografía política, el debut en el cine de Paul B. Preciado, como una adaptación de la novela que Virginia Woolf publicó en 1928. Se trata más bien de una aproximación, de un experimento que mezcla el intento de filmar el libro de Woolf con una autoficción igualmente fragmentaria, como el título se encarga de dejar bien claro. ¿Estamos ante un ‘ensayo fílmico’, entonces? Sea como fuere, Preciado opta por mostrar la tramoya detrás de la representación, en todos los sentidos. Quienes dan vida al texto se limitan a leerlo ante la cámara, mientras los decorados se hacen siempre presentes en su intencionado antinaturalismo. Y el papel de Orlando viene incorporado por una plétora de intérpretes que se presentan a la audiencia con sus nombres y apellidos ‘reales’, en una decisión que recuerda a la que tomó Todd Haynes en I’m Not There (2007) respecto a Bob Dylan, aunque aquí la estrategia se hace mucho más evidente… El resultado es un mosaico también de inspiración godardiana –el cineasta, fallecido el año pasado, es invocado directamente en una escena– que da cuerpo a la reivindicación de lo no binario y lo fluido que está en la esencia misma de la película. He aquí el corazón del film, lo que le da todo su sentido: esas denominaciones que parecen nuevas ya tenían cabida en ciertas ramas del pensamiento contemporáneo, especialmente del cine, donde hace tiempo que se superó un determinado dualismo, una obsesión por la organicidad, una supuesta ordenación racionalista, que estaban en la base de demasiadas dinámicas críticas.
Orlando, mi biografía política, pues, apuesta por el elogio del desorden y la vindicación de lo monstruoso frente a un pensamiento social y político todavía anclado en constructos avalados por la rigidez y el inmovilismo. Y ello siempre en sintonía con la obra de su responsable, que no en vano escribió una conferencia-libro significativamente titulada Yo soy el monstruo que os habla, dedicada, como este film, a ilustrar su experiencia de persona trans entendida como acto revolucionario. Es una lástima, así, que Orlando… sea, en el fondo, una película tan obediente, tanto a ciertos tópicos del ‘cine de autor’ contemporáneo como a la obligatoriedad, que parece imponerse Preciado, de seguir un discurso preestablecido, de ilustrarlo y exponerlo, quizá con excesiva seguridad en sí mismo. Mientras, en algunos momentos, la cuestión de la vigencia y el sentido de los ‘clásicos’ se hace presente con energía, sobre todo cuando el film ‘juega’ con la trama y los fragmentos de la obra de Woolf, en otros, en el intento de performance con ‘personajes’ contemporáneos, se impone un tono en exceso discursivo, pulcro y pulido, que no deja lugar al matiz y que acaba borrando buena parte de la densidad conceptual de sus referentes. Y es entonces cuando esa ‘condición poética’ que tanto se reivindica a lo largo del film, asociada con la lucha contra las certezas del pensamiento tradicional, queda eclipsada por registros muchos menos sugerentes, entre lo excesivamente académico y lo explícitamente divulgativo. Carlos Losilla