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Hace ya casi diez años, Àngel Quintana nos advertía –desde estas mismas páginas– contra “las viejas batallas que convirtieron a la crítica en una especie de gran circo romano del gusto”. Ha pasado una década y aquella advertencia, extraída de algunas etapas del pretérito, parece ahora casi una descripción de algunos paisajes del presente. La promesa democrática implícita en el acceso universal a Internet y en la galaxia digital ha generado, fatalmente, una diáspora del gusto en el ámbito de la crítica que parece haber sustituido el circo romano por el griterío propio de una lonja de pescados. En un hábitat donde todas las opiniones (las que tienen algún fundamento y las que no tienen ninguno) acceden de forma indiscriminada al ágora multimediática, los que más gritan y más levantan la voz –aunque sea para hablar como papagayos– son los que convocan a más compradores, más publicidad, más sinergias y más cháchara aduladora en las redes sociales. En la plaza pública del zoco y del bazar siempre ha sucedido lo mismo.

A extramuros de esa feria de las vanidades, casi siempre narcisista y patológica, el pensamiento crítico discurre –en Internet, en el universo digital y en soportes analógicos– silencioso y lento, reflexivo y rebelde, incómodo y heterodoxo. El volumen de su voz y la velocidad de sus respuestas no son las propias del mercadillo exhibicionista, sino las de la reflexión mesurada y analítica. La función de la crítica no es jalear el éxito los productos que se venden en el mercado, sino tomar distancia, reflexionar con rigor y proponer lecturas interpretativas capaces de abrir puertas a una mirada no complaciente. Para decirlo con palabras de Alain Bergala, “no es el número de entradas que venden las películas en el momento de su estreno lo que les da acceso a la futura Historia del cine; es el discurso crítico que las acoge y los textos que continúan haciéndolas vivir años y decenios después”.

Valgan estas reflexiones para recordar –de nuevo con Bergala, referencia inexcusable– que “el papel de una revista de cine no es tanto enviar a los espectadores a las salas como el de mantener vivo un pensamiento y un gusto por el cine. Es el de ser una conciencia de lo que es realmente importante entre las películas que se hacen. Y esa conciencia es ahora más esencial que nunca”, puesto que, sigue diciendo, “todo se hace hoy para desacreditar el papel del pensamiento y de los intelectuales porque ambos son siempre sospechosos, a los ojos del neoliberalismo, de ser los aguafiestas del consumo beato que no se plantea ninguna pregunta”. Reivindiquemos pues, ahora con más decisión que nunca, el papel de ese pensamiento crítico que no puede ser dócil, que no puede conformarse con levantar acta de lo que está ocurriendo en el mundo a nuestro alrededor, ni siquiera en el cine que se hace aquí y ahora (esa es la función de la sociología y de los Cultural Studies), porque –recordemos a Claudio Magris– “es necesario un pensamiento antiidólatra, un pensamiento fuerte, capaz de establecer jerarquías de valores, de elegir y, por consiguiente, de dar libertad, de proporcionar al individuo la fuerza de resistir a las presiones que le amenazan y a la fábrica de opiniones y de eslóganes”. Esa es nuestra función. Nuestro lugar. Nuestra casa.