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En un solo día coinciden en San Sebastián dos películas cortadas por el mismo patrón argumental. En la argentina Nosotros nunca moriremos, de Eduardo Crespo (Sección Oficial), una madre y su hijo pequeño se trasladan para enterrar al hijo y hermano mayor, fallecido lejos del hogar en extrañas circunstancias. En la polaca I Never Cry, de Piotr Domalewski (New Directors), una adolescente ha de viajar hasta Dublín para recuperar el cadáver de su padre muerto en un accidente laboral. Muchas de las circunstancias se repiten (el papeleo burocrático, la entrega de las pertenencias del fallecido, el reconocimiento del cadáver, la funeraria), inevitablemente, se podría decir, por más que el tono no pueda ser más diferente. Si en la argentina, interpretada por no profesionales, domina la idea del duelo y se hace por momentos tan pausada como solemne, la polaca quiere tender en todo momento a la comedia, con más o menos fortuna, apuntando siempre a un reconfortante vitalismo.

No solo eso, Nosotros nunca moriremos no quiere olvidarse nunca del muerto (los flashbacks de su vida), mientras que Ola, la joven protagonista de I Never Cry, no solo quiere deshacerse del incordio que supone asumir la responsabilidad de trasladar un cadáver entre Irlanda y Polonia sin apenas recursos, sino que su única ansia es recuperar el dinero que se cree que su padre ahorró para comprarle un coche. No hay sentimentalismo alguno en Ola y, aunque sí se derrame alguna lágrima (la madre de Ola, que se queda en Polonia para cuidar de su hijo con parálisis cerebral), Domalewski tampoco recurre a ningún tipo de chantaje sentimental. Ola se reencuentra con distintos personajes en Dublín que conocieron a su padre y esto la ayuda a conocer algo mejor a quien para ella fue siempre un desconocido. Ninguno de ellos hace gala de una bondad o maldad absoluta. Ni siquiera Ola, con su egoísmo propio de la edad. Tampoco la película, tan agradable de ver como, sospecho, fácil de olvidar.