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El segundo largometraje de ficción del realizador costamarfileño Philippe Lacôte arranca como un prison drama canónico. Un joven preso ingresa en la feroz cárcel de ‘la Maca’, situada en mitad de la jungla y gobernada por los internos. Los espectadores españoles no tardarán en asociar ese inicio con el de Celda 211 (Daniel Monzón, 2011), si bien aquí el entorno es todavía más hostil y las condiciones de vida mucho más duras. En aquel presidio selvático el rey es Barbanegra (Steve Tientcheu), un preso enorme e implacable que, sin embargo, sufre graves problemas de salud. Una de las normas no escritas del penal señala que cuando el rey de reyes está enfermo debe suicidarse y dejar su lugar a un sucesor.

Cuando todo apunta una inminente confrontación entre clanes para ocupar el vacío de poder que está a punto de generarse, Barbanegra invoca una tradición que le permitirá alargar su mandato, aunque sea unos días: el prisionero recién llegado, al que se bautizará como Roman (novela en francés), deberá contar una historia. Mientras la narración dure, el viejo jefe seguirá al frente del clan y quizá aún tenga tiempo para eliminar a alguno de los molestos aspirantes. El rito, no obstante, implica que, una vez que el joven interpretado por Bakary Koné haya terminado su cuento, sea sacrificado. Y así, del drama carcelario viajamos al terreno de la fabulación de ‘Las mil y una noches’, un as en la manga que Lacôte saca rápidamente para reordenar su juego y ampliar los registros de una película que, amparada en la tradición oral, empieza a tocar todos los palos, desde las leyendas propias de Costa de Marfil a la deposición de x, de carácter cainita del país a la pobreza generalizada (no es baladí que Denis Lavant, que tantas veces ha asumido el papel de conductor en las obras de Leos Carax, tenga un papel tan pequeño como crucial en el filme). El director de Run (2014) no reduce su ambición a lo narrativo (o a lo temático) sino que convierte su película en un ejercicio multidisciplinar en el que se cuelan la canción popular, la representación teatral, el baile y la recreación cinematográfica (con guiños al cine de superhéroes incluido). Recurriendo a una fuente tan antigua (y manoseada) como Sherezade, Lacôte reivindica la cultura como instrumento de salvación incluso en el entorno más cruel.