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Una cita sobre la celebración, ya pasada, del mundial de fútbol de Inglaterra sitúa la primera parte de la opera prima de Sabrina Mertens en los últimos años de la década de los 60. Una familia formada por una madre con problemas de salud mental, un padre indolente y la hija de ambos convive recluida en casa para evitar males mayores y controlar a la paciente. Mertens encadena 57 planos estáticos que, paulatinamente, van reflejando la degradación psicológica de los personajes mediante varias decisiones de puesta en escena. La primera está relacionada con el diseño de producción: las estancias de la casa van colmándose de objetos y desechos, traslación física de los detritus morales que se derivan del comportamiento paternal que, poco a poco, va haciendo mella en la pequeña Stephanie (Zelda Espechnied). La segunda determinación está relacionada con el estatismo de la cámara, fiel reflejo de una situación anquilosada e irreversible (apenas hay planos exteriores y los que hay son del patio incluido en la propiedad). El tercer punto clave lo encontramos en una iluminación que deja en penumbra partes del plano, como si en el interior de cada retablo lo monstruoso tuviera reservado un espacio de privilegio. Y, por último, están las turbulencias que, súbitamente y en momentos muy concretos, ponen a temblar la banda de sonido anunciando un cataclismo insondable.

Time of moulting (que se podría traducir como ‘tiempo de muda’) se parte en dos cuando la realizadora germana introduce una elipsis de diez años, la apertura de una ventana al abismo en el que se ha convertido la vida de Stephanie (Miriam Schwicek), que en este segundo tramo del filme desarrolla los traumas provocados por una infancia castigada por el aislamiento, el maltrato, la incomprensión y la indiferencia. Al guion de Mertens se le puede achacar cierto determinismo -hay una inquebrantable voluntad de defender una tesis- pero, en la opinión de quien esto firma, la película exige una mirada que vaya más allá de lo superficial, del traspaso del pecado de una generación a la siguiente. ¿Por qué? Pues porque estamos a finales de los 60 y el abuelo de la niña fue carnicero (¿pueden hacerse una idea de más o menos en qué época?). Porque los instrumentos para matar cerdos que éste utilizaba siguen guardados en el sótano y Stephanie siente una mórbida fascinación por ellos (por lo oculto, por lo que está bajo tierra, por lo que no debe ser mostrado, por el pasado ¿familiar o nacional?). Porque la puesta en escena de Mertens advierte en cada plano de la presencia de la muerte en el seno de una sociedad pútrida (la omisión es otro concepto fundamental), y no importa tanto que los personajes acusen cierta rigidez en su diseño como la lectura en clave histórica que subyace detrás de este malsano, perturbador y atrapante filme de terror (eso y no otra cosa es Time of moulting).