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De regreso a la orfandad de la infancia (su universo poético y narrativo por antonomasia), Kore-eda construye esta vez un puzle narrativo modelo Rashōmon –para entendernos­– en el que confluyen, y se van complementando, tres puntos de vista diferentes: el de la madre del niño protagonista, el del maestro que supuestamente lo maltrata y el del amigo y compañero de juegos, travesuras y experiencias vitales. Aunque la estructura introduce también, en un fragmento más breve, el punto de vista de la directora del colegio, el relato desemboca y acaba por encontrar su propia coherencia en la historia de crecimiento y de amistad entre los dos niños por cuyas rendijas se cuela, poco a poco, la soterrada emergencia de un apenas intuido deseo amoroso entre ambas criaturas, reprimido por el entorno (un tema nuevo en la filmografía de Kore-eda). El cineasta japonés abandona esta vez el registro de comedia y se mueve con soltura en el campo del drama sin renunciar a esa mirada abierta, serena y amplia que encontró hace ya bastantes años.

Y es esa mirada la que le permite intercalar el humor entre la premonición trágica que parece rondar en cada esquina a los dos niños, uno huérfano de padre y el otro de madre, dentro de una construcción que tiene el incendio en el edificio vecino como gozne de los segmentos narrativos cruzados que se suceden a lo largo de un metraje en el que, igual que sucedía en el anterior film del director, hay un exceso de argumento y, si acaso, un par de personajes casi prescindibles. La película encuentra, finalmente, en su último tramo, sus mejores momentos y los destellos de mayor autenticidad gracias, como siempre en el cine de Kore-eda, a la magnífica interpretación de los niños y al pulso ­–sin subrayados enfáticos, ni tentaciones discursivas impostadas desde fuera– con el que el cineasta se acerca aquí a ese sentimiento amoroso que incluso los propios protagonistas desconocen como tal. Esa última media hora ofrece un luminoso, vitalista y emocionante coming of age en el que no faltan algunos ingrediente arquetípicos del modelo (la cabaña en el bosque, las sombras parentales, las leyendas a desmitificar…) dentro de una película espléndida que cuenta con una hermosa banda sonora de Ryūichi Sakamoto: la última que compuso antes de fallecer el pasado marzo. Carlos F. Heredero


Monster, el retorno de Kore-eda a Japón después de su paso por Francia y Corea, se abre con un incendio y acaba con una fuerte tormenta huracanada. Entre el fuego, el viento y el agua parece construirse un melodrama tejido a partir de un juego de tres puntos de vista en el que la infancia vuelve a estar, como en casi todas las películas del cineasta, en el centro del relato y las contradicciones de la vida marcan el destino de una serie de personajes que tienen sus heridas vitales. Kore-eda opta esta vez por la realización de una especie de melodrama coral en el que todos sus personajes tienen sus razones, aunque estas sean difíciles de vislumbrar y parezcan contradictorias.

En el centro del relato hay un niño que perdió a su padre y vive una relación aparentemente conflictiva con su madre. Junto a él está su mejor amigo de la escuela que vive solo con su padre y que debe mudarse a casa de su abuela. La relación entre los dos jóvenes empieza con una serie de juegos infantiles donde encuentran refugio en  el interior de un autobús abandonado en cuyo interior surge algo más que una simple amistad infantil. En la periferia está el dolor de la madre que no entiende lo que le pasa a su hijo adolescente y teme que en la escuela sea víctima de maltratos por lo que acusa a un profesor de haberle pegado y haber destruido su vida. El punto de vista del supuesto profesor maltratador es otro y este se encuentra perdido en una serie de circunstancias adversas que lo acaban convirtiendo en una persona tóxica sin que él se lo haya propuesto en ningún momento. Finalmente está la directora de la escuela que perdió a su nieto cuando conducía temerariamente y tiene a su marido encerrado en prisión.

Ante todos estos personajes atrapados en sus adversidades la pregunta fundamental no es otra que quién es el monstruo. Kore-eda establece diferentes cruces del relato para acabar constatando, como el monstruo de Frankenstein, que la monstruosidad no es algo genético, sino que depende de la mirada de los otros. Kore-eda filma la película con cierta eficacia narrativa, pero cae de forma inevitable en los subrayados, en algunos excesos para acentuar el valor melodramático y acaba creando un extraño efecto. Como es sabido, Kore-eda es un habitual de la sección oficial de Cannes, y el año pasado la proyección de Broker coincidió el mismo día que la de Close. No queda claro si algo de aquella película de Lukas Dhont se acabó filtrando en los relatos sobre la infancia de este director japonés que desde hace unos años no sabe más que dar vueltas en torno a su supuesto mundo. Àngel Quintana