Pocas ciudades están tan relacionadas con un cineasta como Tesalónica lo está con el cine de Theo Angelopoulos. Por cualquier rincón de la ciudad antigua, cuya lengua principal hasta hace poco más de un siglo era el castellano antiguo de los sefardíes, es posible rememorar alguno de los largos planos de sus películas. La concentración de lugares filmados y vueltos a filmar, se incrementa aún más en los alrededores del puerto, donde tiene lugar el Festival Internacional de Cine de Tesalónica, el que se desarrolla en noviembre y el de marzo, dedicado exclusivamente al documental. Personalmente, volver a Tesalónica para esta 24 edición del festival, tiene mucho de volver a ver a la familia, los que siguen vivos y los que, sin estarlo, siguen estando igualmente vivos. Dentro de ese contexto, ver películas es una parte más de mantener viva la conversación con todo lo que implica la ciudad.
El Festival de Tesalónica, tanto el de noviembre, como el de marzo, había alcanzado un nivel envidiable de la mano de Michel Demopoulos y Dimitris Eipidis, luego llegó la crisis que fue especialmente voraz con Grecia, los dos cedieron su puesto y volvió otra vez la crisis en forma de virus coronado. Desde 2017 hay un nuevo director que dirige ambos festivales: Orestis Andreadakis y este año se ha vuelto a una cierta normalidad presencial.
Al regresar de nuevo al Festival, después de unos años de ausencia, he tenido la impresión de que se había perdido algo de aquel rigor cinéfilo de años atrás, o que este se había mantenido, esencialmente, en sus retrospectivas. En esta edición, eminente nórdicas, con la directora finlandesa Virpi Suutari y la letona Laila Pakalnina. Esta última ha sido el centro de mi atención. Debo confesar que no recuerdo haber escuchado su nombre con anterioridad. Luego he visto que Documenta Madrid le dedicó una retrospectiva hace cuatro años, pero al llegar a Tesalónica era, para mí, una desconocida. Después de ver la primera sesión que contenía sus primeros cortos de los años noventa, se convirtió en un interrogante: ¿cuántos cineastas con una obra tan cautivadora como esta pueden andar por el mundo sin que uno sepa siquiera su nombre?
Laila Pakalnina se formó, como tantos grandes cineastas soviéticos, en el Instituto de Cine de Moscú (VGIK) ya en el momento final de la URSS. Su primer cortometraje es de 1991 y su herencia, como lo fuera antes la de Sokurov, en relación a Tarkovski, por ejemplo, o lo será después la de Loznitsa, Dvortsevoy o Bartas, está impregnada por la presencia de una naturaleza y un paisaje que adquieren un protagonismo que desborda el de mero acompañante o telón de fondo.
El cine de Pakalnina es sobrio, riguroso. Un cine elemental basado en el encuadre y en los movimientos que tienen lugar en él y cómo estos pasan de un encuadre a otro y conviven con unos sonidos que le dan una profundidad que no alcanza la vista; o sea, una maravilla a partir de todo aquello que se encuentra a nuestro alrededor. No es un cine observacional, pero parte de una observación paciente y minuciosa, en el que la cámara rara vez abandona su posición estática encima del trípode. Así, de buscar una temática a sus películas, se podría decir que es la de unos seres vivos atravesando encuadres y en algunos casos permaneciendo por unos instantes en él, dando lugar, eso sí, a singulares movimientos, geometrías, gestos y encontrando curiosas asociaciones entre un plano y los siguientes, como si al estirar de un plano salieran, tras él, como cerezas, otros muchos enganchados.
Es su propuesta tan orgánica y coherente, que cuando introduce, puntualmente, algún otro elemento diverso a los citados, parece que algo en aquel sólido edificio se quebrase. Esa impresión la tuve en los momentos de Wake Up! (2000), en los que la cámara dejaba su estatismo para seguir a los personajes, y que después pude confirmar en otras películas como Hei, Rasma! (2015) o Three Men and a Fish Pond (2008) donde además del seguimiento, aparecían diálogos y el centrado sobre algunos personajes protagonistas. Aquello era como si de repente se resquebrajara el orden y la armonía de su cine y la cámara se descentrara para ponerse al servicio de las acciones de los personajes. En una propuesta tan minimalista y minuciosa como la suya, tengo la impresión de que su cámara es fantástica cuando espera y se mantiene firme, y menos cuando va a la búsqueda de algo; como si sus planos alcanzaran su pleno sentido al constituirse en punto de encuentro, dejando que esos seres en movimiento acudan a ellos, en vez de ser la cámara la que vaya a su encuentro. Una insignificancia en el conjunto de las diecinueve piezas que se pudieron ver en el Festival, que iban desde los diez minutos a los 121 y en las que por encima de todo se impone, ya desde sus primeras piezas de principios de los noventa, hasta su última: Homes (2021), una manera de concebir el cine, en su relación con la realidad, rigurosa y deslumbrante, que la evidencian como una gran cineasta.
Respecto al resto de secciones, aparte de algunas películas vistas en la competición oficial y en la sección ‘Open Horizons’, en las que no me adentraré, unos apuntes sobre dos largometrajes españoles que tuvieron su primera proyección en el marco del Festival. Dos propuestas bastante contrapuestas: una que define bastante bien la línea del Festival: Robin Bank (2022) de Anna Giralt; y otra que marca su registro más heterodoxo: Amateur (2022) de Martín Gutiérrez.
La primera de ellas es una producción de Gusanofilms, con la coproducción de Televisió de Catalunya. La película se centra en el activista social Enric Durán que en los inicios de la crisis del 2008 denunció cómo había robado medio millón de euros a diversos bancos a través de préstamos cruzados para invertirlos, posteriormente, en iniciativas sociales antisistema. Una película de filiación televisiva que sigue la peripecia de la directora a la búsqueda de su protagonista en paradero desconocido, mientras se va recorriendo su biografía y la estrategia que siguió para llevar a cabo su acción. Una propuesta de activismo social, donde la imagen y el sonido se ponen al servicio de la información y donde, seguramente, lo más sugerente a nivel formal sean las escenas de animación. Otro elemento digno de ser resaltado es la función de la directora como conductora del relato. A través de una narración en primera persona esta nos va manifestado sus pensamientos y su peripecia para hacer avanzar su investigación y con ella la narración. Algo que viene a confirmar, una vez más, cómo este recurso, en principio asociado a un cine más autoral, se ha convertido ya en una fórmula que alcanza a propuestas más estandarizadas.
El otro estreno, Amateur, es una pieza frágil como la vida de sus protagonistas, los abuelos del director que permanecen en un pequeño pueblo del Valle de Hecho en el Pirineo de Huesca, donde todavía se mantiene un dialecto del aragonés: el cheso. Frente a un paisaje imponente, el director filma el desvanecerse de los dos ancianos, donde lo más firme parece ser el banco en el que se sientan y que tiene el peso de un tótem de la memoria. De hecho, la película tiene su fuerza principal en ese milagro del cine para salvaguardar algo de la extinción del tiempo. El cine como memoria para el futuro. Amateur comparte aquella tenacidad obsesiva y aquella fragilidad de las primeras películas de Naomi Kawase, cuando filmaba obsesivamente a su madre adoptiva y a todo lo que formara parte de su entorno, tal vez por el temor de que pudiera desaparecer sin dejar rastro. La película de Martín Gutiérrez, que formaba parte de la programación de la sección más experimental del Festival (Film Forward International Competition), obtuvo el Premio Especial del Jurado. PERE ALBERÓ