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Monster (Hirokazu Kore-eda). Cannes 2023 – Sección Oficial

De regreso a la orfandad de la infancia (su universo poético y narrativo por antonomasia), Kore-eda construye esta vez un puzle narrativo modelo Rashōmon –para entendernos­– en el que confluyen, y se van complementando, tres puntos de vista diferentes: el de la madre del niño protagonista, el del maestro que supuestamente lo maltrata y el del amigo y compañero de juegos, travesuras y experiencias vitales. Aunque la estructura introduce también, en un fragmento más breve, el punto de vista de la directora del colegio, el relato desemboca y acaba por encontrar su propia coherencia en la historia de crecimiento y de amistad entre los dos niños por cuyas rendijas se cuela, poco a poco, la soterrada emergencia de un apenas intuido deseo amoroso entre ambas criaturas, reprimido por el entorno (un tema nuevo en la filmografía de Kore-eda). El cineasta japonés abandona esta vez el registro de comedia y se mueve con soltura en el campo del drama sin renunciar a esa mirada abierta, serena y amplia que encontró hace ya bastantes años.

Y es esa mirada la que le permite intercalar el humor entre la premonición trágica que parece rondar en cada esquina a los dos niños, uno huérfano de padre y el otro de madre, dentro de una construcción que tiene el incendio en el edificio vecino como gozne de los segmentos narrativos cruzados que se suceden a lo largo de un metraje en el que, igual que sucedía en el anterior film del director, hay un exceso de argumento y, si acaso, un par de personajes casi prescindibles. La película encuentra, finalmente, en su último tramo, sus mejores momentos y los destellos de mayor autenticidad gracias, como siempre en el cine de Kore-eda, a la magnífica interpretación de los niños y al pulso ­–sin subrayados enfáticos, ni tentaciones discursivas impostadas desde fuera– con el que el cineasta se acerca aquí a ese sentimiento amoroso que incluso los propios protagonistas desconocen como tal. Esa última media hora ofrece un luminoso, vitalista y emocionante coming of age en el que no faltan algunos ingrediente arquetípicos del modelo (la cabaña en el bosque, las sombras parentales, las leyendas a desmitificar…) dentro de una película espléndida que cuenta con una hermosa banda sonora de Ryūichi Sakamoto: la última que compuso antes de fallecer el pasado marzo. Carlos F. Heredero


Monster, el retorno de Kore-eda a Japón después de su paso por Francia y Corea, se abre con un incendio y acaba con una fuerte tormenta huracanada. Entre el fuego, el viento y el agua parece construirse un melodrama tejido a partir de un juego de tres puntos de vista en el que la infancia vuelve a estar, como en casi todas las películas del cineasta, en el centro del relato y las contradicciones de la vida marcan el destino de una serie de personajes que tienen sus heridas vitales. Kore-eda opta esta vez por la realización de una especie de melodrama coral en el que todos sus personajes tienen sus razones, aunque estas sean difíciles de vislumbrar y parezcan contradictorias.

En el centro del relato hay un niño que perdió a su padre y vive una relación aparentemente conflictiva con su madre. Junto a él está su mejor amigo de la escuela que vive solo con su padre y que debe mudarse a casa de su abuela. La relación entre los dos jóvenes empieza con una serie de juegos infantiles donde encuentran refugio en  el interior de un autobús abandonado en cuyo interior surge algo más que una simple amistad infantil. En la periferia está el dolor de la madre que no entiende lo que le pasa a su hijo adolescente y teme que en la escuela sea víctima de maltratos por lo que acusa a un profesor de haberle pegado y haber destruido su vida. El punto de vista del supuesto profesor maltratador es otro y este se encuentra perdido en una serie de circunstancias adversas que lo acaban convirtiendo en una persona tóxica sin que él se lo haya propuesto en ningún momento. Finalmente está la directora de la escuela que perdió a su nieto cuando conducía temerariamente y tiene a su marido encerrado en prisión.

Ante todos estos personajes atrapados en sus adversidades la pregunta fundamental no es otra que quién es el monstruo. Kore-eda establece diferentes cruces del relato para acabar constatando, como el monstruo de Frankenstein, que la monstruosidad no es algo genético, sino que depende de la mirada de los otros. Kore-eda filma la película con cierta eficacia narrativa, pero cae de forma inevitable en los subrayados, en algunos excesos para acentuar el valor melodramático y acaba creando un extraño efecto. Como es sabido, Kore-eda es un habitual de la sección oficial de Cannes, y el año pasado la proyección de Broker coincidió el mismo día que la de Close. No queda claro si algo de aquella película de Lukas Dhont se acabó filtrando en los relatos sobre la infancia de este director japonés que desde hace unos años no sabe más que dar vueltas en torno a su supuesto mundo. Àngel Quintana

 

Broker (Hirokazu Kore-eda). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

Transposición fiel y coherente del bien reconocible universo personal del japonés Kore-eda a tierras coreanas, Broker regresa con su calidez habitual al territorio de las familias disfuncionales, idea-núcleo fundamental (como diría José Luis Borau) de buena parte de su filmografía, incluyendo en ella una cumbre como Nadie sabe (2004). Y aquí la familia es, si cabe, todavía mucho más disfuncional que ninguna otra de sus anteriores, pues reúne a un bebé abandonado, a su madre (prostituta y homicida), a dos traficantes de bebés (uno de ellos, abandonado también al nacer; el otro, abandonó a su hija) y a un niño de un hospicio en busca de adopción. Familia improbable y sobrevenida, protagonista colectiva de una especie de road movie a lo largo de la cual la convivencia entre los cinco irá trenzando los vínculos afectivos y emocionales propios de cualquier otro modelo de familia. Es cierto, no estamos ante nada nuevo en el cine de Kore-eda (la película padece, incluso, de un exceso claro de argumento y de tramas paralelas), pero una vez más son la empatía con sus criaturas, la negativa a imponerles ningún tipo de prejuicio, la apertura de su mirada y la transparencia del estilo las mejores armas de un film en el que el tema del abandono infantil se conjuga en paralelo al de la adopción, y en el que se le da la vuelta por completo –en términos entrañables y divertidos, pues hay también un componente no disimulado de comedia– a un asunto tan grave como es el tráfico de bebés. Entre otras cosas, porque aquí estamos ante dos traficantes desvalidos, tiernos, entrañables, humanos y hasta ‘comprensibles’. ¿Difícil de imaginar…? Sí, claro, pero ese es el milagro que puede obrar la ficción cuando se desvela curativa de prejuicios y de dogmas estériles.

Carlos F. Heredero

A veces el descubrimiento de una fórmula de éxito seduce a algunos cineastas que solo dan rodeos y establecen pequeñas variaciones para no perder el hipotético público fiel que los ha consagrado. En el cine de Hirokazu Kore-eda hay muchos niños, pero generalmente todos viven en espacios desestructurados. Su primera película en competición en Cannes se titulaba Nobody Knows y en ella unos niños vivían solos, sin padres, autorregulando su existencia. A partir de esta película las variantes han sido múltiples y hemos asistido a historias de niños que son confundidos en la clínica después del parto, a relatos de familias disfuncionales y a relatos de estafadores que crean sus propios sistemas de convivencia. Broker podría considerarse un resumen amanerado de muchas de estas películas con algunas variantes significativas. La primera variante es que la película está rodada en Corea y hablada en coreano, como si después del fracaso de La Vérité (2019) necesitara vagar por otros países antes de aterrizar en Japón. La segunda variante es que los protagonistas centrales son una banda que se dedica a traficar con niños abandonados para venderlos y que son observados por dos policías que siguen sus pasos. En la trama también hay un asesinato y una huida; quizás Broker tendría algo cercano al thriller, aunque como todo el cine de Kore-eda desemboca en el melodrama más sentimental. Broker no solo juega con los ladrones de niños, sino también con la posibilidad de crear una familia disfuncional o con el tema, presente en otras películas, del debate entre paternidad biológica y paternidad social. Como en las últimas películas de Kore-eda todo resulta excesivamente explícito y su mundo pretende llevar a cabo un cierto desvío hacia diferentes capas emocionales que acaban siendo excesivamente forzadas. En tiempos de Ryûsuke Hamaguchi, el cine del autoexilio de Kore-eda tiene algo de anacrónico.

Àngel Quintana

 

Hirokazu Kore-eda

“Pienso en los niños como la esperanza de la Humanidad”

Jaime Pena

Quería empezar preguntándole por su película Nadie sabe (2004), en la que daba una visión de la infancia muy dura y desesperanzada. Por el contrario, su nuevo film, Kiseki (Milagro), es mucho más optimista. ¿Podría decirnos a qué se debe ese cambio de tono?
Puedo entender que se considere Nadie sabe como una película un tanto triste, pero no creo que trace una perspectiva tan negra o pesimista de la infancia, puesto que transmite una visión positiva, y hasta diría que optimista, puesto que esos niños, tras ser abandonados por sus padres, consiguen sobrevivir ellos solos. Con respecto a Kiseki (Milagro), es una película dedicada conscientemente a mi hija, que ahora tiene cuatro años, y quiero que la pueda ver cuando cumpla diez. Me gustaría que para entonces se sienta partícipe de esta aventura que viven esos otros siete niños. En la medida en que estoy, de alguna manera, hablándole a mi hija, el tono es obligatoriamente más alegre. Por el contrario, la alegoría que proponía en Nadie sabe estaba dirigida al público adulto.

Es muy llamativo que esta ausencia de los padres se vea compensada por una solidaridad entre los niños y los abuelos, en especial con esa pareja de ancianos que en su día fueron abandonados por su hija. ¿Nos está proponiendo con esto una crítica velada a esa generación intermedia, precisamente la suya?
Pienso que nuestra visión de la infancia está equivocada. A los niños hay que dejarlos crecer, precisan de un espacio vital en el que desarrollarse, lo que no quiere decir que debamos abandonarlos a su suerte. No es que no necesiten a los adultos, pero pienso que es preciso mantener una cierta distancia entre los niños y nosotros. Todos los padres que salen en la película están demasiado ocupados para atender a sus hijos. O simplemente tienen otras preocupaciones. Ciertamente, pienso en los niños como la esperanza de la Humanidad, más aún después del terremoto de marzo de 2011 en Japón. Tampoco quiero decir con esto que los niños sean unos ángeles…

El film parece pivotar en torno a una idea muy simple, el instante en el que los dos trenes se cruzan produciendo un gran estruendo, una imagen y un sonido a partir de los cuales emana toda la historia. ¿Fue ese el punto de partida del guion?
Normalmente no escribo así, sino que intento desarrollar una historia desde el principio. Pero aquí sí que tenía esta idea. Y eso me recuerda que Nadie sabe parte de una noticia que leí en la prensa sobre un niño que viajaba con el cadáver de su hermano para llevarlo hasta la villa natal de su padre. La película surgió de esa imagen, y el guion se escribió a partir de lo que era en realidad el final. En un principio, Kiseki (Milagro) era la historia de un niño y una niña que no se conocen, pero que, al cruzarse sus trenes, se enamoran. En el casting conocí a los dos hermanos protagonistas y por eso intenté buscarle un hueco al pequeño, primero como un simple amigo y luego ya como uno de los dos hermanos que viven en ciudades distintas, de forma que la película cambió radicalmente.

¿Las historias paralelas estaban concebidas desde el guion, o bien las fue improvisando después del casting y a medida que se desarrollaba el rodaje?
Nunca quise hacer una película con dos únicos protagonistas. Una vez completado el casting, a medida que fui conociendo a los niños, quise aprovecharlos al máximo y atender a sus circunstancias personales. En lugar de acabar con los dos hermanos unidos de nuevo, preferí concederle atención a esa niña que quiere ser actriz, simplemente porque esa era también la ambición de la joven actriz. El guion lo estuve modificando hasta el último día de rodaje.

¿Cómo impide que la película se disperse en exceso?
El entrenamiento me viene de los documentales, también en el caso de mi director de fotografía, con el que trabajo habitualmente. Estamos acostumbrados a enfrentarnos al azar, a las circunstancias que se presentan sin previo aviso. Para mí es muy importante esta capacidad de improvisación. Parto siempre de un guion, pero no me cierro a la posibilidad de modificarlo en base a las circunstancias del rodaje o a las cualidades de un determinado actor, más aún cuando trabajo con niños.

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Declaraciones recogidas en San Sebastián, el 21 de septiembre de 2011

Entrevista Hirokazu Kore-eda (mayo 2007)

ENTREVISTA HIROKAZU KORE-EDA

“La vuelta del discurso violento es preocupante”

Roberto Cueto

Sus películas y documentales suelen tratar temas contemporáneos. ¿Qué le llevó a rodar ahora un jidai-geki, una película ‘de época’?
Sí, en efecto, siempre he retratado la sociedad contemporánea en mis documentales y películas de ficción. Quizá ahora por eso sentía la necesidad de hacer otra cosa, cambiar de registro. Pensé que una película de ambientación histórica sería una buena manera de hacerlo. Todo esto coincidió con los atentados del 11-S. Supongo que eso me condicionó a la hora de plantearme una película sobre samuráis teniendo en cuenta este resurgir de la violencia. Quizá está volviendo a la sociedad un discurso de agresividad, de violencia y venganza que es bastante preocupante.

¿Por qué utilizar como trasfondo de su película un episodio tan icónico para la cultura japonesa como la ‘hazaña’ de los 47 samuráis? ¿No es un gesto subversivo plantear siquiera la idea de que hubo uno que se negó a luchar?
Creo que los samuráis no eran esos héroes que nos ha mostrado la leyenda, la literatura y el cine, sino simples personas. Me planteo constantemente cómo lucharía una persona de verdad, qué pensaría antes de hacerlo, es algo que siempre pensaba desde que veía películas de samuráis cuando era niño.

Al final de la película da la sensación de que el sacrificio de esos 46 samuráis genera un leyenda mítica de funestas consecuencias para la sociedad japonesa, un código del honor y la venganza totalmente destructivo. Pero la imagen final del niño que quiere ir a la escuela aporta un destello de esperanza.
Las guerras son siempre rentables para algunos y por eso es tan difícil erradicarlas. Ese niño es más bien el deseo de una alternativa, de otra posible vía para la sociedad donde la guerra no esté siempre presente, pero quizá sólo sea una fantasía. No es un verdadero final feliz, sólo la manifestación de un deseo.

La película parece proponer un espacio ritual o simbólico para la violencia, el mundo alternativo de la representación teatral…
Yo no los concibo como mundos separados, francamente. Su función es más bien la de transmisión de una narración. Y ahí creo que está el verdadero tema de la película: cómo transmite uno lo que recibe de sus antepasados, de sus padres. Esas narraciones pueden ser transformadas a la hora de ser entregadas a los hijos.

Entonces, ¿habría que pensar que la larguísima tradición de películas chambara han cimentado este discurso de la violencia en la sociedad japonesa?
No es que se transmitieran esos mensajes de una forma consciente, pero sí es cierto que ese discurso de la violencia era visto de una manera totalmente natural, nunca se problematizaba. Eso es lo que intento hacer yo, cuestionarlo, mostrar que el honor y la venganza no tienen por qué ser cosas normales en nuestra cultura.

La película tiene un marcado tono popular en los ambientes y personajes y también en su puesta en escena, que es más accesible, más ‘fácil’ de lo habitual en su cine.
Sí, quizá mis anteriores películas sean más adecuadas para espectadores más cinéfilos, pero con Hana quería acercarme a todo tipo de público. Lo popular me interesa porque el samurai no era un individuo solitario, dependía de mucha gente a su alrededor. Quería mostrar las vidas de esa gente y las consecuencias que los actos de un samurai podían tener sobre ellas.

Imagino que eso explica también su constante recurrencia a los planos corales, a una mayor atención al componente humano dentro del encuadre.
Intenté adaptar mi estilo a la historia. Por lo general, hasta ahora me concentraba en una sola cosa y la filmaba. Con esta película me esforcé en componer los planos con muchos personajes dentro: creo que es la mejor de forma de transmitir esa idea de que los actos individuales tienen efectos colectivos y que la venganza genera una cadena de violencia que nos afecta a todos