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CASI 40 (David Trueba)

8 Casi 40

Algunos jugadores del Barça explicaron, años más tarde, que la clave que Guardiola les dio para imponerse por 2-6 en el Bernabéu en aquel inolvidable partido del 2 de mayo de 2009 consistió en modificar la posición de Messi, moviéndolo de la banda derecha al centro del ataque, donde halló el espacio de libertad proporcionado por los centrales del Real Madrid, que desistieron de perseguirle hasta la línea propia de tres cuartos. “Ahí está el juego” les dijo el de Sampedor, un técnico que siempre se caracterizó por estudiar a fondo a sus rivales hasta encontrar una grieta en su sistema que le permitiera aumentar el número de probabilidades para ganar el choque.

Durante la proyección de Casi 40 (David Trueba, 2018) la chica situada en la fila de delante consulta y publica comentarios en su muro de Facebook mientras en la pantalla Lucía Jiménez interpreta una canción. La secuencia, como muchas otras, está rodada utilizando un solo plano, sin movimientos de cámara. Esa decisión que algunos podrían confundir con pereza estética o con simpleza formal es, en estos tiempos, un gesto osado. En la época de las segundas pantallas en la que una velocidad casi siempre irreflexiva lo domina todo, alargar un plano es abogar por una revolución tranquila, como redactar un manifiesto pidiéndole paciencia y atención a un espectador que puede que ya no las tenga, que las haya olvidado.

En esta road movie musical, el director de la magnífica Madrid 1987 (2011), recupera a los dos personajes de su ópera prima, La buena vida, 22 años después. Él (Fernando Ramallo) vende productos de cosmética ecológica, ella ha abandonado su carrera como cantante y vive casada con un ex jugador del Real Madrid con el que ha tenido dos hijos (déjenme imaginar que es Ariel ‘el Pluma’ Burano de Saber perder; la película, como aquella novela de Trueba, también va de eso, de aceptar el fracaso, de saber que perdemos casi siempre y que es en las derrotas, también en las sentimentales, cuando se aprende).

Los dos se reúnen para iniciar una pequeña gira de conciertos por tierras castellanas sin mayor propósito que pasar tiempo juntos mientras viajan de un sitio a otro a la búsqueda del siguiente bolo. En esta película hablada, en la que sus protagonistas conversan sobre temas en apariencia banales, subyace una cuestión de fondo que, a su vez, está inserida en su propia construcción: la pérdida de lo esencial en favor de la superficialidad, el desnorte absoluto en el que vivimos mientras frente a nuestros ojos se evapora una manera de entender el mundo en la que era impensable ver a alguien tuiteando durante una proyección. Porque Casi 40 es, también, una metáfora sobre un cambio de orden: emocional, industrial (todo lo referido a la música es aplicable a la literatura y al cine, crítica y periodismo incluidos) y hasta –o sobre todo– filosófico.

Desde la serenidad que transmiten sus imágenes, Trueba aparca la nostalgia para decirnos que sí, que aquel romance de apenas cinco minutos entre Tristán y Lucía estuvo muy bien y no está mal recordarlo, pero ya pasó y aunque puede que un planeta sin cabinas telefónicas ni Michael Jackson ni el breve amor que ambos compartieron nos guste menos, hay que avanzar. Y así, el autor de Obra maestra va basculando entre la reflexión desencantada y la convicción de que, a pesar de todo, un determinado cine sigue siendo posible (el de Truffaut, el de Richard Linklater o el de Jonás Trueba, por citar tres ejemplos que guardan no poca relación con Casi 40). El director demuestra una confianza ilimitada en sus intérpretes y los pone a vivir en esas tomas largas que acaban marcando el ritmo de una película que se desplaza de la ternura al drama existencial y de ahí a la comedia desternillante con la misma facilidad que una gran canción pop invita a ser silbada. Y es en esos momentos, cuando Vito Sanz esconde el humo de su cigarro en una jarra de cerveza para que no le denuncien por fumar en su bar o cuando el personaje de Ramallo proclama la victoria de Hitler asociada a la proliferación de gimnasios, Trueba, como Guardiola, sabe que ha dado con la tecla que le brindará contar con una posibilidad para ganar. Poco importará el resultado final: aquel que esté dispuesto a sostener la mirada reconocerá que el juego fue brillante. Enric Albero

LOS BUENOS DEMONIOS (Gerardo Chijona)

8 Los buenos demonios

Un coche recorre las avenidas nocturnas de la Habana en un travelling lateral cortado por pautados fundidos a negro. Sobre la pantalla, la violencia y el hedonismo que laten bajo la noche de la isla caribeña. Al volante Tito (Carlos Enrique Almirante), un joven cubano, transporta al enésimo turista español que desgrana un paternalista discurso sobre Cuba y el mundo democrático. Se adentran en una zona perdida que alarma al pasajero y, con un disparo, el conductor le asesina fuera de campo. Títulos de crédito.

El prólogo de Los buenos demonios nos sitúa con encomiable economía en un mundo lleno de contradicciones y contrastes, que esconde atroces realidades bajo la superficie y descubre, abruptamente, el lado más oscuro de uno de los cinco protagonistas del film que componen un retrato transversal de la sociedad cubana a través de tres generaciones con muy distintas posiciones éticas y formas de entender los dilemas morales. A saber: el romanticismo y compromiso de los pioneros revolucionarios, el utilitarismo de los propietarios emergentes y profesionales de la sociedad intermedia (el ‘hombre nuevo’ que habría de surgir) y la Cuba actual, hijos del devastador periodo especial que asoló el país durante la crisis de los noventa. Una juventud que busca su futuro sin culpa ni empatía.

Gerardo Chijona, que ya presentó en 2011 su película Boleto al paraíso con la que fue premiado en la sección Territorio Latinoamericano, vuelve a Málaga para cerrar la sección competitiva con una obra que abandona las premisas iniciales del thriller con sociópata y se pone el rutinario traje del costumbrismo para reivindicar el derecho de los propios cubanos a construir el relato de su ‘aquí y ahora’, una imagen tantas veces hurtada por el observador foráneo, ese intruso que puede tomar forma tanto en el observador internacional como en el turista más irritante (liquidado por el justiciero ‘Travis’ local), tan invasor como los alienígenas que de forma insistente acaparan los programas de la televisión; una divertida metáfora, también, sobre un país que no se reconoce en la imagen que dan los medios oficiales. Precisamente, un uso más radical y surrealista del humor que aflora en las situaciones cotidianas podía haber elevado una propuesta que poco a poco se desliza por situaciones ya trilladas y un tono que no acaba de dar músculo al guion de Daniel Díaz Torres y Alejandro E. Hernández (autor de la novela en la que está basada la película y colaborador habitual de Manuel Martín Cuenca). La puesta en escena en una Cuba luminosa y colorista, huyendo de clichés y en oposición a las tinieblas de los personajes, supone una apuesta original que acentúa los contrastes entre apariencia y realidad, pero es insuficiente para compensar un rutinario ejercicio de cámara. Con todo, el final del film, inteligentemente abierto pero resolutivo en lo conceptual, supone la gran metáfora de una sociedad y un pueblo que mirando a cámara descubre la imagen de su propia realidad.  José Félix Collazos