Seguramente, cuando acabe el Festival de San Sebastián de este año, y con él su sección Zabaltegi, habremos olvidado ya muchas de las películas proyectadas, pero no los temas que lo están atravesando. Por ejemplo, tal como decíamos en la reseña de Super Happy Forever, el regreso de ciertas imágenes de la melancolía. O, como puede colegirse de Monólogo colectivo, el segundo largometraje de la argentina Jessica Sarah Rinland, la convicción de que, si realmente está sobreviniendo un cambio, lo hace a cachitos, poco a poco, más como una sucesión de salpicaduras que como una gran oleada, o como destellos de algo nuevo cuya plenitud nunca se producirá, y de ahí su belleza. Monólogo colectivo, en ese sentido, resulta ejemplar. Ya su título, que viene de Jean Piaget, alude a una comunidad que debe ponerse en escena sea como sea, en este caso los animales de algunos zoológicos e instituciones argentinas, sobre todo aquellos que logran mantener una relación privilegiada con sus cuidadores o responsables. Y la estructura del film, construido a base de microescenas montadas acumulativamente, pero también buscando algunas rimas visuales, solo puede asociarse con el corte, con el fragmento: hay planos que solo muestran manos que sostienen o acarician, de la misma manera en que las entidades participantes son varias, así como las personas, por mucho que algunas vayan adquiriendo protagonismo poco a poco. Todo pone en contacto, facilita la conexión, empezando por las propias imágenes: si estamos en un momento de transición, en lo que se refiere a las relaciones entre personas y animales, más valdrá que la ilustremos mediante un estilo asociativo y fluido.

Eso es lo que hace Rinland, de modo que no hay orden posible en su discurso, todo se dispersa para plantear diversas posibilidades de unión entre las piezas. Y sin embargo hay algo que hace que Monólogo colectivo pierda fuerza, en ese mismo sentido, más allá del misterio que emana de sus deshilvanadas imágenes. Al centrarlo todo alrededor de una sola idea, aunque los portadores sean muchos, la audiencia apenas tiene papel en el proceso, casi no puede introducirse entre los planos para intervenir en ellos. Lo cual entra en contradicción con la democracia absoluta que propugna el film, el fin del antropocentrismo y lo que podemos hacer para que se produzca. Las pequeñas anécdotas mostradas casi no tienen entidad, no conectan ni entre sí ni con el espectador, más allá del concepto que las une, y ello impide que el film sea tan físico y touchant como hubiera podido ser. O por lo menos eso le ha sucedido a este crítico, que esperaba más punch, más garra, a la hora de filmar y montar algunos de esos milagros. ¿Es cosa suya o será cierto que Rinland es mejor artista conceptual que cineasta? ¿O es que no son dos cosas distintas y me estoy equivocando? La respuesta, al final del festival, que ya queda poco.

Carlos Losilla