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El tiempo inmóvil

En La imagen perdida, Rithy Panh buscaba unas imágenes legendarias, probablemente inexistentes, que mostrarían a los jemeres rojos ejecutando a sus víctimas. Con El año del descubrimiento tengo la impresión de que usted también busca una ‘imagen perdida’, la del incendio del parlamento murciano en 1992. Siempre he considerado a Rithy Panh como una referencia a la hora de reflexionar sobre cómo el lenguaje audiovisual puede intentar recuperar o restituir la memoria de un lugar o la historia de un territorio. En Panh hay también algo de ‘reanimación’, de intentar revivir determinadas situaciones. Y el momento al que yo quiero volver es algo que guardo en la memoria, el recuerdo de haber visto en televisión el parlamento autonómico de Cartagena ardiendo. Pero no volví a pensar en esa imagen hasta después de El futuro (2013), cuando decido volver a revisitar esa época, los años ochenta, desde un lugar opuesto, no el de la clase media y la juventud de Madrid, sino desde otra clase social y desde la periferia española, la historia de la reconversión industrial de aquellos años. Buscando información sobre este tema, recuerdo la imagen del parlamento y pregunto a mi familia y amigos y ninguno de ellos lo recuerda. No solo eso, están convencidos de que me lo he inventado. Ese desconocimiento o ese olvido fue un estímulo importantísimo para hacer la película. De alguna manera, el film se encamina hacia esas imágenes del parlamento en llamas que yo había visto en televisión pero que parecen no llegar nunca.

¿Por qué decidió concentrar toda la película en un bar? Tenía bastante claro que la película iba a desarrollarse en un espacio cerrado, como en El futuro. En este caso porque construir esa ilusión de época era más sencillo por razones presupuestarias, pero también por el propio carácter de la película, sostenida sobre las tertulias y los diálogos. También era importante la idea del espacio cerrado en la medida en que conectamos dos tiempos, 1992 y el presente, de ahí que haya algo muy circular en el planteamiento de la puesta en escena y en esa idea de varias generaciones que se reflejan y por las que pasa el tiempo pero cuyas condiciones de vida no evolucionan, encerradas en un lugar del que parece imposible salir. El bar es como una cápsula temporal, un limbo o un espacio desgajado del tiempo, una idea que teníamos muy trabajada y que pretendimos condicionar con el relato del sueño inicial del camarero (Raúl Liarte), en el que cuenta que regresa a su barrio y se acerca hasta su colegio, ahora rodeado de una niebla muy extraña. Allí se encuentra a sus antiguos amigos muy envejecidos, hasta que se da cuenta de que están todos muertos. Este tono espectral, de cuento gótico, guarda relación con el propio espacio cerrado en el que el humo del tabaco o los gases lacrimógenos nos remitirían a esa niebla del sueño.

Además de la estética inherente al Hi8, ¿hay algún recurso de ambientación, algún tipo de decoración, más allá de las imágenes de archivo de los telediarios y los anuncios del 92? Originalmente la película era más parecida a El futuro, tenía muchos más elementos de reconstrucción y de ficcionalización. En un primer momento entrevistamos a los protagonistas de los hechos originales como una mera fuente de información para elaborar los diálogos que jóvenes obreros no actores ejecutarían como si estuvieran en el 92. Esa idea de reenactment estaba mucho más marcada, hasta que al entrevistarlos, conocerlos y ver sus rostros nos dimos cuenta de que su historia nunca había sido contada y de que era necesario que fueran ellos mismos los que aparecieran en el film. Todo el proceso nos va llevando a un tono más de documento y testimonio, si bien es cierto que se mantiene el concepto inicial de la ambientación que nos permitía subrayar esa ambivalencia temporal, si estamos en el 92 o en la actualidad. El propio equipo de maquillaje y peluquería trabajaba con los participantes con una misión muy sutil, que era concebir un vestuario que pudiera ser verosímil en las dos épocas. El Hi8 viene de esa idea de vincular un formato y una textura fotográfica o videográfica a una época concreta, pero para mí también era importante el carácter frágil y doméstico del propio Hi8, como si de alguna manera esta historia alternativa y no oficial de España adquiriese sentido al retratarla con un formato pobre. No es que esté encarnando la tesis de Hito Steyerl de “En defensa de la imagen pobre”, pero para mí había algo muy natural e intuitivo en la utilización del Hi8, que tiene además un bajo contraste que vira a gris y azul para retratar precisamente esa ciudad industrial cuyos protagonistas recordaban con esos  tonos mortecinos, la contaminación, etc.

¿En qué momento se optó por ese juego con la doble pantalla? Quisimos ser muy estrictos en la puesta en escena, centrándonos en el rostro y privilegiando los primeros planos, pero también, dentro de lo reducido de la localización, intentando no repetir nunca un mismo tiro de cámara para que no fuese muy monótono, algo con lo que Sara Gallego (la directora de fotografía) y yo nos volvimos muy obsesivos. La doble pantalla aparece al principio del montaje. Algunas conversaciones las habíamos filmado con dos cámaras y el montador decidió en un determinado momento sincronizar ambas tomas. Entonces nos dimos cuenta de que la doble pantalla funcionaba muy bien porque reproducía de una forma más fluida y orgánica la experiencia del bar y de estar formando parte de todas esas conversaciones. A partir de ahí fuimos desarrollando a lo largo de la película diferentes usos de la doble pantalla: nos permitía asociar y contrastar rostros, favorecer las miradas simultáneas de dos personajes…  A todo esto, hay una idea de montaje según la cual la película avanza como un día normal: el desayuno, el aperitivo, la comida familiar, la sobremesa… y llegamos a un momento, al final del segundo acto, en el que el bar se cierra y ya solo quedan estos personajes solitarios y un tanto pétreos que son los protagonistas de los hechos del 92. Y en este tercer acto la segunda pantalla tenía que funcionar de otro modo, no tanto como un fuera de campo ambiental del bar, sino como una forma de integrar, mientras ellos siguen hablando, tanto el archivo como textos explicativos. En el epílogo volvemos a ver a todos los personajes mientras se recapitula sobre los temas más acuciantes del presente. La unión de esos dos conceptos, cada uno en una pantalla, adquiere todo el sentido en el epílogo.

Tengo la impresión de que la película acaba constituyendo una elegía sobre una clase obrera que ya no existe o que la reconversión industrial se llevó por delante. Desde un primer momento intentamos ser muy cuidadosos con la idea de no hacer una película que reivindicase una especie de nostalgia obrerista. De ahí la importancia de introducir voces que pertenecen también a los años setenta, pero que hablan de otro tipo de movimientos o alianzas como el feminismo o la ecología.

Lo digo en parte por el epílogo, que me parece demasiado coyuntural con todas esas referencias a Salvini, Grecia o la Unión Europea… El proceso de rodaje duró tanto tiempo y nuestra realidad política es tan turbulenta en estos últimos años que en aquel momento no podíamos saber qué iba a resultar más o menos coyuntural o anacrónico. En ese monólogo final le planteé a José Ibarra (que fue asesor del film, porque es delegado de Comisiones Obreras en Navantia y a su vez es historiador, autor del libro Cartagena en llamas) que hablase de la función de los sindicatos hoy en día, precisamente porque parece que hoy todo el mundo habla mal de los sindicatos. Y en su monólogo se manifiesta una impotencia que creo que es importante percibir, y que acaba provocando una reacción en el público. Para mí el fondo de la discusión que se está estableciendo hoy radica en los ataques que están recibiendo instituciones que considerábamos muy sólidas como la democracia parlamentaria, y cómo desde diferentes instancias parece que ahora mismo hay más tolerancia hacia la ultraderecha o gobiernos autoritarios que hacia la socialdemocracia, la izquierda o los movimientos sociales. En el fondo este capitalismo neoliberal, el de las grandes corporaciones, se ha dado cuenta de que la democracia no es especialmente útil a sus objetivos y esto se manifiesta en esta reacción autoritaria que está sucediendo a nivel global. Desde mi punto de vista, esta secuencia va al fondo de esta cuestión, el proyecto de una Unión Europea que tiene que decidir si admite gobiernos autoritarios en su seno.  

Declaraciones recogidas por teléfono, entre Miño y Madrid,
el 13 de octubre de 2020.