La modesta pastelería de Abla en Casablanca tiene una ventana que conecta la tienda con la ciudad. Ese lugar es también el hogar donde vive junto a Warda, su hija pequeña. Durante el metraje de Adam apenas salimos del (auto)enclaustramiento de los personajes en pequeños espacios, apenas transitamos las calles de Casablanca (las dos escenas al respecto destacan precisamente por este contraste), y a pesar de esto la cinta consigue trasladar al espectador cuestionamientos y realidades acerca de la mujer marroquí, gracias a este pequeño movimiento que va de dentro hacia afuera. La ópera prima de Maryam Touzani tiene el valor de la –aparente– sencillez de una puesta en escena naturalista, en la que el rostro se convierte en el recurso fundamental para su dispositivo narrativo. Los ojos de las protagonistas dialogan con esa ventana de la pastelería por la que se filtra la realidad.

Samia es una joven embarazada que busca trabajo y un lugar para dormir en la ciudad. Touzani se sirve del encuentro entre ella y Abla para construir la tensión, así como de las fricciones que la soledad provoca entre ambas. La directora demuestra mucha seguridad en su narrativa, al no recurrir al efectismo ni al subrayado; la información sobre los episodios que condicionan las vidas de las protagonistas aparece dosificada y sin artificios. El encuadre que busca los rostros le permite también apoyarse más en las imágenes que en los diálogos; el pelo liberado del velo en Samia o el momento en el que Abla decide pintarse los ojos serían dos ejemplos de esta eficaz apuesta. Hasta la sutileza del enigmático título de la película, que solo se revelará en los instantes finales, nos informa del cuidado y planificación del proyecto. De nuevo la ambigüedad aparece cuando comprendemos que Adam remite al futuro, mientras Samia y Abla están aprisionadas por su pasado. La última escena filmada en inquietante oscuridad, con todas las dudas que proyecta esa puerta que conecta de nuevo con el exterior, despejan la tentación de un desenlace cerrado.