(versión ampliada de Caimán CdC nº 41).
Cuento de verano.
Enric Albero.
Los exiliados románticos desprende un inconfundible aroma rohmeriano…
El hecho de que la mayoría de periodistas con los que he hablado citéis a Rohmer es algo que, por una parte, me alegra mucho y, por otra, me deja un poco anonadado. Me alegra porque mencionarlo implica, en cierta forma, reconocer que Rohmer sigue vivo y que alguien que para mí es un cineasta importantísimo de alguna manera también lo es para esos periodistas; me sorprende porque esta es una película muy poco intelectualizada y, a priori, no existía esa referencia directa, aunque supongo que es algo que está ahí siempre.
De hecho, durante el trabajo previo al rodaje sucedió una cosa muy bonita relacionada precisamente con todo esto. Fui a prelocalizar con Miguel Ángel Rebollo e hicimos parte del viaje cuando aún no sabíamos ni qué película íbamos a hacer. Teníamos claro dónde queríamos ir, sitios en los que teníamos gente que nos acogía para dormir, y eso nos sirvió para crear la ruta. Aún así, había que determinar los lugares exactos en los que rodar. Hacíamos fotos de posibles escenarios y charlábamos sobre la película, que en ningún caso se parecía a lo que finalmente ha terminado siendo, al menos no en aquel momento. En una de esas sesiones de fotos –recuerdo que hacíamos muchísimas– Miguel Ángel me dijo, “esto es muy rohmeriano” y yo le respondí que sí, que por una cuestión de color aquel lugar me recordaba a La rodilla de Clara (Éric Rohmer, 1970). Cuando volvimos a Madrid, le enseñé las fotografías a un amigo mientras le comentaba que habían sido hechas en Annecy y que me recordaban mucho al título en cuestión a lo que él me respondió, “lógico, La rodilla de Clara se rodó allí”. He visto esa película veinte veces y en el momento de seleccionar ese lugar no se me ocurrió pensar que estábamos en el sitio exacto en el que se rodó.
También he de decir que siempre he pensado que Rohmer, como era tan bueno, ha convertido un lugar común en algo que forma parte de su universo: pones a dos personas hablando en un parque central verde y siempre sale alguien diciendo que eso es rohmeriano.
Hay ciertos detalles que también recuerdan a él, como ese prolongado plano de los árboles…
Estiré ese plano. Permitirnos ese alargue de encuadre y quedarnos respirando el aire… Me sucede lo mismo con la larga conversación de la cena, es de las cosas que más me gustan de la película. Tenía claro que quería hacer una secuencia de comida y parloteo, en la que pudiera hablarse de cosas tan absurdas y dispares como la emigración, el exilio político, las fiestas, Salou en verano o Marco Ferreri; se está hablando de veinte cosas absurdas y, de repente, todos se quedan callados y se oye el camión de la basura en la calle que indica que realmente está habiendo un silencio; ese instante, ese tiempo muerto que normalmente no aparece en las películas, porque todo está muy medido, me parece que es uno de esos pequeños detalles a los que te agarras para que el cine se parezca más a la vida. Al final está ahí, en los árboles y en ese silencio más que en casi cualquier cosa que puedas hacer.
Frente a la aparente ligereza de la película, justamente en esa charla durante la cena, se tratan temas de una relevancia incuestionable, ¿ese contraste entre el tono y los temas es voluntario?
Por las circunstancias en las que nos encontramos se habla mucho de esos temas, creo que el cine tiene que estar ahí, tiene que tomar registro de las cosas. Ahora bien, para mí tiene que lograr otra cosa que es tan esencial o más que la anterior, que es construir intensidades, vivencias que vayan más allá de nuestros desastres, tiene que rebasar nuestro día a día. Me apetecía más que nunca hacer una película que te recuerda que hay que reírse, que hay cosas bonitas y creo, en un sentido casi político, que el cine tiene la obligación de mostrar esas cosas sobre todo cuando están más ocultas.
Sin dejar de lado lo otro…
Es que lo otro está en el ambiente. La idea de la emigración se te cuela, igual que en Los ilusos (2013) se colaba la crisis aunque no tuviera la voluntad de tratar ese tema de una manera directa.
Otro de los grandes temas vuelve a ser el amor…
Al final me doy cuenta de que nunca he contado verdaderamente una historia de amor de pareja, siempre estoy contando como el principio, el final, el antes, el epílogo, a ver si alguna vez soy capaz de hacer una sobre el núcleo. Siempre estoy como contando los pliegues, las irregularidades o las dudas de después, el amor en el tiempo de descuento.
En este caso, creo que más que del amor hablo de posibilidades, de un amor de otra naturaleza, un tanto inconsistente, que genera confusión, que tiene un cierto aire intangible, lo que creo que es un poco generacional. Es verdad que hacer una película sobre unos amigos que se van de viaje es algo que podría haberse hecho igual hace cincuenta años, pero el modo en el que hubieran hablado y se hubieran relacionado los chicos y las chicas habría sido muy distinto.
Desde el punto de vista de la construcción, el film se parece mucho a una canción, con Oda a la amor efímero de Tulsa como estribillo, y se despega de los patrones narrativos más canónicos. ¿Es así?
Hay partes de la película que no obedecen a una lógica ni de guión ni narrativa, sino a una especie de tensión relacionada con las apariciones de Tulsa. Realmente no sabes muy bien qué demonios están haciendo ahí, de hecho da la sensación de que es como si estuvieran en la cabeza de los protagonistas, que es algo que he pensado mucho. Respecto a lo de la canción, siempre me acuerdo de mi querido amigo Elias León Siminani, que hizo Mapa (2012) y puso en el cartel “una película canción” y eso no era una película canción, esto se parece más a una película canción (risas).
Hay momentos en los que parece un videoclip…
Fíjate que a mí no me gustan nada…
No lo digo en el sentido peyorativo ni asocio la película a ese lenguaje…
No, no, es que es verdad, tiene algo… En realidad, Miren [Iza] me encargó que le hiciera un videoclip de Oda al amor efímero que de hecho hice durante el transcurso del propio rodaje y que, a su vez, pertenece a la propia película. Realmente lo que más se puede parecer a un guión que hemos tenido es esa canción.
En los créditos no aparece ningún guionista, ¿cómo fue el proceso de construcción?
No figura ningún guionista en los créditos, en Los ilusos (2013) tampoco y quizá es un error porque ahora todo el mundo dice “ah, entonces no hay guión”. Pero sí lo hay, siempre lo hay, lo que pasa es que no existe de una manera tradicional, no me he sentado a escribirlo, hay un guion hablado. Lo comentaba con Daniel Gascón, coguionista de Todas las canciones hablan de mí (2010), y decíamos que de alguna manera aquella era una película de guion escrito, Los ilusos es una película de guion en montaje y esta es una película de guion en rodaje. Creo que esa es la verdadera diferencia entre ellas. Hay una escritura con la cámara, siempre la hay, pero en este caso esa ha sido la principal, no había nada previo, salvo tres cosas que tenía que escribir para que fueran leídas en un idioma… Sin embargo, Los ilusos sí que fue una película en la que no había guion, era una película más reflexiva que iba montando mientras rodaba porque fue un proceso más largo y una vez incluso acabado el rodaje seguimos montando y nos costó darle la forma, la escritura se hizo durante el montaje. Y aquí no, prácticamente todos los planos que hemos rodado están puestos, no hemos desechado prácticamente nada, iban en ese orden, no hay alteración en el montaje más que para darle forma, para pulirlo bien.
Hablando de Los ilusos. En el film hay un punto en el que se señala que si una secuencia se alarga indefinidamente cambia de género, es decir, lo que empieza como un drama puede terminar en comedia y viceversa. ¿No sucede precisamente eso en la secuencia de los jardines de Luxemburgo?
Es verdad. Para mí, la experiencia de ese plano es precisamente esa duración, es una auténtica montaña rusa emocional en la que cambia lo que estás viendo y lo que estás pensando mientras está sucediendo, y creo que sólo así me interesaba. Lo que se plantea ahí, lo que ponemos en escena, es algo que creo que solo se puede contar de esa forma, con esos momentos de vacilación, con esas repeticiones, con esos tiempos muertos que se dan que hacen que realmente tiembles y dudes. Es un plano agotador en el buen sentido. También lo fue para Vito Sanz porque impone tener que hacer un plano tan volcánico, tan largo, en plan aquí te dejo, nos vemos dentro de diez minutos y te ha pasado media vida por delante.
Esa secuencia da un poco la medida del film y obedece a un modo de composición de la imagen muy personal, con tomas muy largas, sin apenas contraplanos… ¿Cuánto hay de premeditación?
No soy dogmático, cuando hago películas intento no sistematizar nada… Por ejemplo mi amigo Javier Rebollo dice que jamás hará un contraplano. Él lo tiene claro, yo no, si tengo que hacer un contraplano lo haré. Trabajo sin que haya un sistema muy claro y eso permite la sorpresa, que sucedan cosas… A veces veo una película de Haneke o de otros cineastas muy buenos y me parece que no respiran, y para mí una de las cosas más importantes es que las películas tengan respiración propia, que el espectador pueda respirar viéndolas.
También me obsesiona la idea del cine como espacio, cada vez veo una película más como un espacio a habitar que como una historia que contar. Con todo el respeto que pueda tener a una historia bien contada, me parece que es más importante construir un lugar. La película al final es un lugar que tú habitas durante los minutos que estás viéndola o incluso durante más tiempo. Hay películas que habitamos no sólo cuando las vemos, porque nos atrapan y las llevamos en la cabeza. Eso sucede porque el cineasta ha sabido construir eso para ti y tú has puesto de tu parte para hacerlo tuyo. Me interesa más eso que contar una historia, porque al final las historias también las cuentas, están ahí, lo otro, la construcción de ese espacio es más difícil, es extraño y para mí más interesante.
Los espacios naturales parecen estar rodados con mucho mimo, la luz tiene una calidad especial…
Ha sido un placer. Filmar el color, la naturaleza, esa luz del final del verano… Casi al final del rodaje, cuando estábamos cerca del lago queríamos hacer una toma y se nos iba la luz, no teníamos tiempo y no podíamos volver atrás, si se iba se iba a ir y ya no íbamos a tenerla… Recuerdo que estábamos filmando un plano y vimos cómo en el horizonte el sol se estaba poniendo, quería hacer otro plano de Miren pero estábamos en la otra furgoneta, había que parar en una vía de servicio y cambiar. Santi [Racaj] dijo “no se puede, ya no está la luz”, y yo, muy desolado, le respondí “da igual, subámonos en la furgoneta y hagámoslo”. Lo hicimos de una manera improvisada, con esa actitud de ‘a ver qué se nos ocurre’ y, de repente, cuando estábamos rodando, a Miren le entra como un triangulito naranja en el pelo, vuelve a aparecer el sol porque habíamos girado una curva y el horizonte había bajado y nos encontramos con ese color, que es un naranja que parece que le incendia el pelo. Para mí eso fue como una aparición del Dios del cine al que hay que servir para que te dé estos regalos. Tienes que estar ahí, tienes que haberte portado un poco bien, tener una cierta paciencia, una cierta resistencia, una cierta fe y algo de fe debía quedar ahí para que pusiera la cámara y apareciera ese filo de luz.
Todo ello da una sensación de fugacidad, de instante irrepetible, ¿no le parece?
Es una película en la que le hemos arañado al verano los últimos días de sol, en la que hemos robado tiempo a nuestras propias vacaciones antes de meternos en la vorágine de los trabajos y del invierno. Es, más que una película, un gesto: el de salir, ir allí y hacerlo. La secuencia de los jardines de Luxemburgo es una metáfora de la propia película: podrías no haberlo hecho, podrías no haber ido a hablar con ella, habértelo ahorrado, pero es un fracaso feliz. Con la película sucede lo mismo, aunque fuera un desastre, es un desastre del que me siento orgulloso.
“Me pasaría el día lamiéndome las heridas” dice la canción de Tulsa que funciona como leitmotiv de la película y que también hace referencia a esa complacencia en el dolor que muchas veces se apropia de uno al terminar una relación. ¿Sirve el tema para incluir esa otra parte menos agradable de las relaciones de pareja?
Los estados de ánimo medio depresivos tienen ese peligro, puedes regodearte en ellos, Todas las canciones hablan de mí habla precisamente de eso, aunque creo que aquí la letra funciona de otra manera. La canción dice aquello de “veremos cine italiano, veremos cine francés”, es bastante alucinante para mí ver hasta qué punto me ha servido como motor. Aunque ahora Miren me echa la bronca y me dice que eso no es verdad, que ella solo fue a la película porque necesitábamos su furgoneta. Realmente ha habido un idilio creativo muy potente que ha permitido que la película salga así.
En todo caso, la canción sirve para hilvanar el film…
En esta película he hecho cosas que pensé que jamás haría. Nunca he defendido el cine como un arte puro como otros cineastas que tienen ese discurso que afirma que el cine tiene que ser puro e independizarse de todas las artes, a mí me gusta su impureza y su mezcolanza. Pero es cierto que creo que con la música, como con otras cosas, hay que tener mucho cuidado. Cuando doy clases de cine siempre riño a mis alumnos si traen piezas en las que una canción lo inunda todo e imposibilita que las imágenes respiren, las apelmaza… Sin embargo, aquí he utilizado la música de una manera bastante compulsiva, aunque he intentado hacerlo de modo orgánico, tratando de que forme parte de la puesta en escena. Pero veo que hay música usada a destajo, las composiciones de Miren que entran y rompen… Me he sorprendido haciendo estas cosas y lo mismo me ha sucedido con los encadenados: jamás hubiera pensado que iba a utilizarlos porque me parecen horribles. Y, aún así, una de las pocas cosas que tuve claras desde el principio, casi desde antes de empezar a rodar, era que iba a encadenar, no iba a hacer encadenados de espacio-tiempo, pero sí sabía que iba a hacer encadenados de gestos, de cosas, y que eso iba a marcar una pauta importante en la película.
Los recursos cinematográficos no son malos en sí mismos, depende del uso que uno haga…
Me gusta sorprenderme y voy probando. Haces cosas porque las sientes, de manera intuitiva, y no tienes muy claro si están bien o mal, si te gustan o no.
Es evidente, visto el resultado, que le gustaron, sino no estarían en el montaje final…
A priori, desde un punto de vista estético, no me gustan los encadenados, luego cuando he visto el resultado, sí. Lo repasé con Marta Velasco, mi montadora, y vimos que quedaba bien, era orgánico, formaba parte de este disparate, concordaba con esa colorimetría dominada por los colores chillones… Hubo momentos en el rodaje en los que Santiago Racaj y yo nos mirábamos y nos partíamos de risa al ver el plano que estábamos haciendo, porque aquello era un festival de colores y a él lo que le van son los grises y descubrimos que nos gustaba esa situación con esos colores naranja…
Es una manera de romper la zona de confort…
Ha habido algo de eso, pero es difícil que surja de un modo natural, no es nada fácil salir de esa zona de confort. He de decir que con esa película experimento una cosa que no me había pasado antes: estoy más tranquilo con ella que con ninguna otra. Con las otras dos, de alguna manera, tenía más conflicto, no sé si eso es malo o bueno ni digo que sea mejor o peor, digo que estoy más tranquilo y más feliz de haberla hecho, quizá porque no la había esperado tanto o no la había calculado. Es una película muchísimo menos pensada que las anteriores.
Entrevista realizada en el Festival de Málaga el 24 de abril de 2015
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