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De regreso al universo femenino y adolescente de su primera película (Las niñas), Pilar Palomero gira su cámara para filmar esta vez una vertiente muy diferente: las jóvenes que viven, junto a sus bebés, en un centro de acogida para madres menores de edad que han llegado allí en diferentes circunstancias de marginalidad, abuso sexual, maltrato familiar o rebeldía frente a diversos escenarios familiares. Y lo hace acompañando a Carla (magnífica Carla Quílez), adolescente desafiante en abierta sublevación frente al colegio y frente a su madre, también soltera y dueña de un restaurante de carretera, emparejada con un novio rechazado por su hija. Más viva, más orgánica y más arriesgada también que su film anterior, la película vibra al compás de un personaje retratado en la difícil, mutante y compleja encrucijada que la obliga a madurar sin dejar de ser niña, a hacerse cargo de la maternidad cuando todavía necesita la libertad propia de la adolescencia y a crecer sin brújula en un mundo de precariedad, desapego emocional y conflictivos horizontes.

Pilar Palomero consigue ofrecer un calidoscopio vivo y creíble en el retrato colectivo de las chicas que viven en La Maternal, aunque cede al ‘sociologismo’ explicativo –de forma demasiado explícita y didáctica– en la secuencia (abiertamente disonante) de la autopresentación de todas ellas cuando llega Carla. En todo lo demás, la película adopta un registro explícitamente conductista y casi observacional que corre el riesgo, como sucedía ya en Las niñas, de dejar al relato sin rumbo en varios momentos, aunque finalmente la narración consigue articular un arco dramático no subrayado que acaba por abrir una puerta de esperanza, no carente de exigencias y de esfuerzo, para el futuro de la protagonista. Entre medias, este segundo largo de la directora consigue inyectar convicción, veracidad y carne dramática a ese difícil momento de tránsito (este es un film continuamente atravesado por camiones, coches y trenes en movimiento) en el que Carla, y sus compañeras, empiezan a vivir las obligaciones, exigencias y servidumbres del mundo adulto sin dejar de ser víctimas de una encrucijada íntima y social extraordinariamente dura. Muchos otros temas se entrecruzan en el camino (la opción del aborto, el consentimiento sexual, la responsabilidad de las instituciones…), pero la puesta en escena de Palomero, muy física, muy pegada a los rostros, con una planificación que deja casi siempre a los fondos desenfocados, no se detiene a ilustrar ninguno de ellos, por fortuna. En una explícita apuesta por los cuerpos de sus criaturas, la directora los deja moverse con libertad, como si se tratara de ofrecerles en el rodaje lo que la vida les niega en la ficción. Si la opción era esta, la coherencia es admirable. Si todo está medido y milimetrado con regla y compás, el mérito es mayor todavía.

Carlos F. Heredero