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De las múltiples cuestiones que puede esperarse de una ópera prima, la libertad creativa para experimentar o jugar con las formas probablemente sea una de las más distintivas. Es el rasgo que separa a los osados del resto y los hace incorporarse a la nómina de francotiradores que, dentro del cine, abren camino para los que están por llegar. Y sin embargo, no siempre lo inédito es garantía para conquistar nuevos territorios. Le Bruit des moteurs es una película atrevida, una sugerente rareza que cautiva y desconcierta a partes iguales gracias al componente lúdico desde el que se edifica. Así, el primer largometraje de Philippe Grégoire puede incluirse entre los debuts que buscan desafiar en lo formal sin que ello suponga tender hacia el exceso. Inspirada en la propia experiencia del director (quien trabajó como aduanero mientras estudiaba cine), la película retrata a un joven en crisis obligado a ejercer una profesión que, tras adaptarse a los tiempos, entra en conflicto con su sistema de creencias. El periplo personal de Alexander (interpretado con maestría por Robert Naylor) le lleva a enfrentarse a cuestiones tales como su historial sexual, la elección de carrera o el legado familiar, sumergiéndole en un estado de enajenación mental que no le permite distinguir entre lo real y lo fantástico. En Le bruit des moteurs hay humor, inteligentes críticas veladas (y no tanto) a las rápidas e irreflexivas condenas dictadas al calor del #MeToo y un frenético estilo visual que hacen de este un film noir irreverente y enérgico que disfruta de su capacidad de no tomarse demasiado en serio a sí mismo.