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LA MÁQUINA INVENCIBLE

“Life is an immobile, locked,
three-handed struggle between
your wants, the world’s for you, and (worse)
the unbeatable slow machine
that brings what you’ll get. Blocked,
they strain round a hollow stasis
of havings-to, fear, faces.
days shift down it constantly. Years.”

Con este poema de Philip Larkin, recitado por la susurrante voz de Stephanie Hayes, abre su telón Slow Machine. Paul Felten y Joe DeNardo hacen de su primer largometraje codirigido –presentado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam– un tour de force donde metaficción, experimentación y performance se entremezclan dando lugar a una suerte de collage surrealista que capta rigurosamente, tal y como lo designó Max Ernst, esa explotación sistemática de la coincidencia casual o artificialmente provocada de dos o más realidades contrapuestas entre sí.

En sus primeros minutos el film hace patentes los mecanismos que rigen su trasfondo indescifrable, envolviendo al espectador en un entorno conspiranoico y misterioso que se instaura dentro de un microcosmos particular donde todo lo que rodea a su protagonista, Stephanie, es tan propicio a ser verídico como, al mismo tiempo, discutible. Y esa turbación de la realidad se logra primordialmente a través de los diálogos. Son las largas conversaciones que se dan entre los personajes las que propician la creencia en mensajes ocultos, meticulosas historias sobre sucesos imposibles de probar que entroncan con una mayor susceptibilidad de la falacia, la sospecha y la paranoia. Pero no solo lo que se dice es lo que provoca la desconfianza. A lo largo del film, diversos planos encuadran los ojos tanto del personaje que habla como del que escucha, en un intento de evidenciar eso de que la mirada es el espejo del alma. La cámara apresa la imagen, tratando de revelar la realidad camuflada que esconden esos ojos, lo que enfatiza aún más la sensación de desconfianza. Algo a lo que se suma también la fotografía granulada de 16 mm que, por momentos, desenfoca a los personajes, haciendo de ellos una abstracción imprecisa, desdibujando su identidad.

Así, como apropiándose de las palabras de Larkin, las escenas se van sucediendo sin una linealidad aparente entre momentos extraviados en el tiempo. Pasado, presente y futuro se desdoblan en una trama no progresiva que, pese a otorgar momentos de confusión absoluta –algo que el propio montaje favorece–, en su desorden resultante hace partícipe al espectador de su juego sobre la veracidad del relato a la par que da cuenta de la condición cada vez más inestable de la comunicación en la era de la posverdad.  Oscilando entre el suspense de John le Carré, la confabulación existencialista de Jaques Rivette y el teatro ontológico-histérico de Richard Foreman, Slow Machine es una estimulante propuesta que, mediante sus disimuladas incógnitas, apremia al espectador a examinar las cuestiones que plantea conforme a sus propias impresiones. Carolina Alonso Fernández

 

SUSTRATOS DE REALIDAD

Slow Machine es una película de abundantes diálogos, cosa rara en una época en la que el poder de la imagen está desbancando a la palabra, y en la que ya resulta más expresivo comunicarnos con dibujos de caras que intentan representar una emoción antes que decirle a nuestro interlocutor: “estoy muy contento”. Una época que sintetizará los conceptos lingüísticos de significante y significado en elipsis cromáticas, en clips de vídeo. Pero el poder de la palabra se adueña del guion de Paul Felten, que además dirige el film junto a Joe Denardo, poniendo en imágenes un texto que escarba en el terreno de lo ficcional con una estética acusadamente realista.

El encontronazo de una actriz neoyorquina con un suceso inesperado le hará buscar un cambio de vida en una comunidad de músicos, imitadores de una bohemia trasnochada en la que las pulsiones y los deseos siguen los mismos cauces que en los meandros de una gran ciudad, aunque la escenografía física y humana cambie. Estos dos segmentos argumentales se alternan en la película dando lugar a la correspondiente alteración temporal, pero tienen en común su planteamiento narrativo y estético. Lo primordial es el diálogo y la interpretación de los actores, que conforman un elenco de una gran solvencia; y así, el encuadre de la película se supedita a lo que los intérpretes dicen y hacen en un trabajo de fotografía en dieciséis milímetros, de grano duro, que le da un aspecto informal y descuidado pero que, en el fondo, revela una apuesta formal muy bien planteada por sus directores. Porque, al igual que pasa con el guion, que a veces parece perderse en anécdotas meramente ilustrativas o en diálogos gratuitos, lo que Slow Machine muestra es la forma en la que realidad y ficción se van superponiendo en nuestra cotidianidad. Y los personajes afrontan sus dosis de credulidad ingenua o de recelo sobre las cosas más simples dando lugar al extrañamiento de las relaciones humanas que este siglo parece habernos regalado, y que esta película retrata en un crisol de géneros que se mueve entre el thriller, la comedia y el drama, pero que en ningún momento parece instalarse en alguno de ellos.

Los ecos del Sam Shepard de Fool for Love o de True West se escuchan en un guion que no le tiene ningún miedo a los parlamentos largos. Y la apuesta estética está en deuda con el mejor Cassavetes de Maridos (Husbands, 1970). De esta intersección surge una película que propone un cine en el que el texto y la interpretación se emparejan con una apuesta estética de claros referentes pero lanzados a una interesante relectura. Juanma Gómez