Carlos F. Heredero.

Se preguntan Sergi Sánchez y Carlos Losilla, en sus respectivos artículos de nuestro Gran Angular, si acaso las películas de ‘carne y hueso’ de Wes Anderson son ya en cierta manera cine de animación y también si sus largometrajes animados “no tratan de arrebatarnos el mundo que conocemos [el mundo sensible, a imagen y semejanza de la realidad visible], sino de completarlo con ese catálogo de emociones que, a veces, nos lo convierte en otro que podemos seguir amando por igual”, según el sugerente interrogante que se plantea el segundo de los autores citados.

Y se nos ocurre que este difuso estatuto de la imagen (ese impreciso vaivén entre el artificio propio de la animación y la carnalidad de la imagen real) no es más que uno de los muchos estatutos ambiguos que muestran las imágenes cinematográficas del presente. Uno más que se suma a la borrosa frontera que cada vez hace más difícil distinguir –desde hace ya bastantes años– entre el cine ficcional y el cine de no-ficción: esa que cuestiona con radicalidad creciente la separación entre el documental y la ficción, y que lo hace, además, dentro de ambos campos.

Un estatuto incierto que afecta también a la porosa y débil línea que separa la imagen analógica de la imagen digital, progresivamente borrada cada vez con más ahínco dentro de un cine en el que la irrealidad física de unos y ceros convive, sin solución de continuidad, con el peso, el volumen y el espacio que ocupan los cuerpos reales dentro de un magma que desafía –y prácticamente dinamita– la apreciación de la ‘huella baziniana’; es decir, la capacidad que posee la imagen analógica de imprimir sobre el soporte de celuloide la ‘huella’ de la realidad física del mundo sensible.

Un estatuto equívoco que padecen igualmente las desdibujadas lindes que hasta hace muy poco venían separando al cine y a la televisión; sobre todo ahora que los festivales cinematográficos (desde el elefantiásico ágora de Cannes hasta el humilde, pero ciertamente apasionante IBAFF de Murcia) han optado por alojar en sus rejillas de programación, y en pie de igualdad, a los largometrajes y a las series catódicas, colocados unos y otras ante la común mirada valorativa de un mismo jurado.

Y un estatuto emborronado que se suma, además, al –no menos confuso– de la propia crítica cinematográfica, enfrentada al desafío de distinguir, o no distinguir, entre los largometrajes para la pantalla grande, las películas filmadas para las plataformas online y las series televisivas. Una crítica obligada a analizar, interpretar y desentrañar productos –de cine y de televisión– que comparten buena parte del lenguaje fílmico, pero que disienten con frecuencia en estructuras narrativas y formas de consumo, a la vez que muestran –como señala Adrian Martin en su incisivo texto– diferentes ritmos en su acceso a la modernidad.

Un estatuto nebuloso que se suma, finalmente, a las grisáceas y cambiantes tonalidades que difuminan los blancos y los negros de las viejas categorías de la historia del cine en busca de nuevos cánones historiográficos y estéticos. Fronteras indefinidas y tierras movedizas, por tanto, que vienen a cuestionar las viejas certezas. Un saludable y necesario antídoto, en definitiva, para que no nos durmamos en los laureles, para que intentemos sacudirnos las viejas telarañas de nuestra mirada en pos de otras perspectivas. Nuevos retos, nuevos problemas y nuevos horizontes para nuestro trabajo.