Carlos F. Heredero.
Àngel Quintana se pregunta en el artículo que abre nuestro Gran Angular si tenemos que cuestionar los cánones que han guiado hasta ahora nuestra lectura de la historia del cine a la luz de las nuevas perspectivas feministas, y si acaso se corre el peligro de llevar a la hoguera a determinadas obras o cineastas por el solo hecho de no cumplir con los requisitos de limpieza y corrección política que, como dice Adrian Martin en su texto sobre El hilo invisible, no satisfarían hoy en día prácticamente ninguna de las grandes obras maestras que habitan los panteones de la crítica más exigente…
Es un debate en el que se cruzan muchas y muy heterogéneas coordenadas, y que además está rodeado de peligros, aunque no por ello resulta menos necesario. El primero de esos riesgos es la tentación inquisitorial a la que puede conducir una lectura revisionista que trate de proyectar sobre el pretérito los nuevos valores que, afortunadamente, se abren paso –gracias a la importante lucha de las mujeres– en nuestra sociedad contemporánea. Esa lectura ahistórica corre el riesgo de malinterpretar las obras del pasado al abstraerlas de su contexto social y cultural.
Sin embargo, ni hemos leído nunca igual la historia del cine, ni los cánones han estado nunca cerrados, y ahí está, sin ir más lejos, la mutación que muestra la famosa encuesta de Sight & Sound, que si en los años cincuenta (reciente todavía la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial) mostraba un ranking esencialmente humanista, liderado por películas como Ladrón de bicicletas, Luces de la ciudad, La quimera del oro, El acorazado Potemkin e Intolerancia, sesenta años después –en la última publicada hasta ahora– entroniza un canon de naturaleza muy diferente, más atento al propio lenguaje que a sus contenidos, y presidido por obras como Vértigo, Ciudadano Kane, Cuentos de Tokio, La regla del juego y Amanecer.
No resulta baladí, y además siempre será enriquecedor, ‘leer’ ahora la historia del cine incorporando los nuevos códigos y valores que vamos aprendiendo, y que pueden jugar un valioso papel de acelerador histórico para llegar a una comprensión del pretérito cinematográfico más poliédrica, pero –si saltamos del terreno de la historiografía al campo de la valoración estética– la dificultad estriba en que “la libertad de la crítica debe ir más allá de la corrección política y de los prejuicios”, como apunta Quintana en su texto. O como nos recuerda también Harold Bloom, pues la dificultad no reside en entender cómo la obra de Shakespeare (pongan aquí la de John Ford, Buñuel, Hitchcock, Mizoguchi o cualquier otro de los grandes maestros del pasado; algunos de ellos conservadores, otros incluso reconocidos maltratadores) es expresión de los valores de su tiempo, sino en comprender por qué puede seguir dialogando hoy en día, de forma enriquecedora, con hombres y mujeres de geografías, culturas y valores muy diferentes. El desafío es comprender por qué su fuerza estética y su verdad interior no son históricas, sino sustanciales, y por qué todas esas personas encuentran en su literatura (o en su cine) un reflejo de sus emociones, por qué perciben y afrontan en sus páginas o en sus imágenes “sus propias angustias y fantasías, no las energías sociales” de su época, de su clase, su raza o su género.
Así que los desafíos son múltiples y la tarea que tenemos por delante tan inmensa como apasionante. Nosotros, en este número de Caimán CdC, tratamos de aportar nuestro humilde granito de arena.
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