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Carlos F. Heredero.

Con la rentrée otoñal el cine español se asoma de nuevo a los grandes festivales y regresa a las pantallas. En busca de una visibilidad a la que le cuesta trabajo acceder durante el resto del año, los estrenos de películas nacionales se amontonan desde mediados de septiembre con el riesgo evidente –sobre el que ya hemos alertado en varias ocasiones– de que semejante concentración genere una forzada y cainita competencia interior por la que las películas españolas se hacen sombra y se devoran entre sí en beneficio de las grandes producciones norteamericanas que hegemonizan el mercado y que, alborozadas por el espectáculo, contemplan felices cómo les dejan el campo libre y la taquilla disponible.

En septiembre llegaron Tarde para la ira (Raúl Arévalo), El hombre de las mil caras (Alberto Rodríguez), Cerca de tu casa (Eduard Cortés), El elegido (Antonio Chavarrías) y La puerta abierta (Marina Seresesky). En octubre se estrenan La reconquista (Jonás Trueba), La próxima piel (Isaki Lacuesta e Isa Campo), Un monstruo viene a verme (J. A. Bayona), Oleg y las raras artes (Andrés Duque), Juegos de familia (Belén Macías), Jota, de Saura (Carlos Saura) y El tiempo de los monstruos (Félix Sabroso). Y para noviembre se anuncian Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen), Las furias (Miguel del Arco), Dead Slow Ahead (Mauro Herce), Psiconautas (Alberto Vázquez), El faro de las orcas (Gerardo Olivares) y No culpes al karma de lo que te pasa por gilipollas (Maria Ripoll), y es seguro que este recuento se verá  ampliado por otros títulos adicionales que también buscarán un hueco en las carteleras.

La buena noticia es el estreno de todas ellas. La mala, que inevitablemente se van a quitar espectadores entre sí y que, por tanto, solo unas pocas podrán sobrevivir  en los cines. La pésima, que muchas tendrán notables dificultades para llegar a sus espectadores potenciales y se arriesgan a naufragar en medio de una jungla tan poco compasiva –y tan depredadora– como es la del mercado de las salas comerciales, que somete a las películas a un sistema de acelerada y furiosa obsolescencia taquillera.

La enfermedad no es nueva. El diagnóstico ya se ha repetido muchas veces. Las consecuencias se sufren año tras año, pero nadie parece querer aprender o poner en marcha una terapia consecuente para evitar una concentración que no beneficia a nadie y perjudica a muchos. Así nos va. Mientras tanto, solo nos queda afinar nuestra mirada crítica, esforzarnos por situar cada una de las películas en una perspectiva que permita comprender mejor su verdadero alcance o su real entidad creativa (porque no todas, evidentemente, son merecedoras de la misma consideración artística), seguir apostando por todo aquello que realmente merezca la pena y buscar sin cesar líneas creativas, tendencias estéticas, caminos de renovación. Es el trabajo de la crítica y también el de los espectadores.