Hacer bailar a un documental no es fácil. La Singla baila. Al compás se mueve su cuidada construcción sonora guiando el montaje del ingente material de archivo que maneja la película de Paloma Zapata. Imágenes estáticas y en movimiento se alternan para componer estrofas cinematográficas. Estas combinan con asonancias de ficción los muchos retales del ayer que dan fe de la existencia pretérita de una gran bailaora sorda de Barcelona. Aquella mujer, cuyo apellido y apodo artístico da título a la cinta, parece haberse disuelto en el tiempo: ha quedado perdida como esa ola marina que muestra el documental de manera recurrente. En un momento en el que la tendencia es huir de los bustos parlantes a favor del documental inmersivo, Zapata encuentra un camino intermedio que, sin ser para nada rompedor, sabe abrazar como resolutiva carta bien jugada.

La película inserta un personaje guionizado en la realidad filmada: el acierto va de la mano de la estilización del discurso y, sobre todo, de no despegarse nunca del punto de vista de este personaje femenino. Colocar la obsesión por encontrar a la bailaora como principal objetivo de una investigadora joven, que además comparte con La Singla su amor por el flamenco, es una táctica en pro de la empatía. El trucaje funciona. Hacer corpórea la voz en off del narrador aumenta el interés por rastrear el paradero de la misteriosa mujer desaparecida. El sentido del ritmo y la cadencia de los recuerdos en blanco y negro hacen el resto. ¿Por qué, de cara a la galería, Antoñita desapareció antes de cumplir los treinta? Había recorrido Europa; participó en la popular cinta Los Tarantos (1963, Francisco Rovira Beleta); subió a los escenarios con un joven Paco de Lucía y con Ella Fitzgerald, llegando incluso a cumplir su sueño de bailar flamenco a ritmo de jazz. Después de eso llegó el ostracismo. El álbum de recuerdos, que la cinta de Paloma Zapata filma en plano cenital, se queda vacío.

A mitad del metraje, y sobre todo en el último tercio, la película cambia de paisaje: de los documentos de archivo pasamos a la Barcelona actual. La joven investigadora viaja al lugar donde se ubicaba el antiguo barrio de barracas del Somorrostro. Allí vivía La Singla entonces. Tanto la tendencia al encuadre respetuoso con la regla de los tercios como el uso de la luz natural hacen lo posible por sortear este tramo difícil. La película hace equilibrios aquí por no perderse en lo que, ahora ya sí, son testimonios a cámara disfrazados de conversaciones casuales que la investigadora mantiene con las personas que va encontrando en su camino. Queda resolver si vamos a ver o no en pantalla, pasados tantos años de silencio, a esa Antoñita Singla que revolucionó el flamenco con solo diecisiete años. El documental termina utilizando a favor el fuera de campo. Después de complacer aportando respuestas, la propuesta se cierra con los ojos de una mujer de pelo blanco que se abanica en el parque mientras su nieto juega.

Raquel Loredo