“Hay poca diferencia entre lo que un hombre cree que es y lo que es realmente”, proclama, en los primeros compases de la película, la coronel de un pequeño pueblo del Viejo Oeste frente a un pistolero. De esas palabras, de ese espacio que brota entre la realidad y lo representado, emerge la última película de Lisandro Alonso, un cruce entre ensayo político y realismo mágico que, a lomos de un ave-talismán, sobrevuela espacios y tiempos distintos mientras muda de plumaje, narrativa y formalmente, pero siempre sin perder una esencia de western sobre seres solitarios, fantasmagóricos, enfrentados a un entorno que les es adverso.
La primera parte del tríptico que plantea el cineasta, un western al uso que recuerda a los filmes de Sergio Leone filmados en España, narra las desventuras de un borracho y despiadado pistolero que llega a un pueblo fronterizo, lleno de muertos, para rescatar a una hija que no desea ser salvada. Mediante una elipsis-viaje temporal al… ¿futuro o al pasado? (como dice el abuelo de Sadie, una de las protagonistas de este relato, “el tiempo es una ficción creada por el hombre”), nos desplazamos a la reserva indígena de los Siux Oglala en Dakota del Sur, filmada al estilo Fargo, en la que una población absolutamente deprimida y lumpenizada busca la protección del coronel contemporáneo, la agente de policía Alaina (también de origen indígena). Mediante otra elipsis mágica, terminamos en las profundidades de las selvas amazónicas para, desde una tradición de cine antropológico que recuerda a Herzog, asistir a los esfuerzos de una comunidad indígena por encontrar oro durante el régimen militar brasileño en 1974.
La película de Alonso, esencialmente antidramática, plantea un ritmo contemplativo que no ofrece concesiones, en el que largos planos secuencia transforman poco a poco a los sujetos en espectros ausentes del propio espacio que habitan. El cineasta construye una alegoría crítica sobre la memoria histórica de los pueblos indígenas a lo largo del continente americano y sobre la forma en la que han sido representados, construyendo, desde los propios códigos del género (hasta cierto punto, casi parodiados), un desafío a la tradición del western clásico hollywoodiense. Mientras la película se aleja cada vez más de su punto de origen, asistimos a un proceso reparador, político, en el que los personajes se conectan poéticamente a través de lo ancestral, lo mágico. Para Lisandro Alonso, el cine entra en esa misma categoría.
Yago de Torres