¿Existe un cine ‘radical’ que podría calificarse de ‘pijo’ o incluso ‘cuqui’? A veces da la sensación de que algunas de las figuras retóricas características de la modernidad se han banalizado, han perdido la densidad que las caracterizaba, para adquirir un dudoso valor de cambio en el mercado actual de los festivales y el ‘cine de autor’. El plano largo y los tiempos muertos, por ejemplo, se han convertido en repetitivo santo y seña para dar a entender que una película se toma en serio a sí misma, a veces sin el trabajo de reflexión que debería acompañar a su utilización. No diré que Subete no yoru omoidasu, el cuarto largometraje de Yoi Kiyohara, pertenezca a esta categoría, pero tampoco negaré que me haga dudar al respecto. Plantea cuestiones trascendentales: cómo hablar de la fugacidad de la vida entendida en forma de canto a su ligereza, a su liviana materialidad, a partir de una historia de vidas cruzadas, las de unas cuantas mujeres que se encuentran y pierden a lo largo de un día, en el marco a la vez naturalista y claustrofóbico de un complejo residencial de Tokio. Y cómo conseguir que todo ello adquiera resonancias fantásticas, casi se convierta en una serie de viajes en el tiempo sin abandonar la representación realista. Todo eso está muy bien, por supuesto, pero este crítico, cada vez más desconfiado, no puede dejar de preguntarse si la mezcla de abandono y misterio con que fluye el film no será la consecuencia de una mirada un tanto trivial, de un mimetismo que se limita a reproducir obedientemente un cierto estilo ya en fase de agotamiento. Me dirán que ahí está la gracia, que Kiyohara no pretende nada más que asumir la elementalidad de la vida para convertirla en cine y viceversa; que el cine contemporáneo tiene por misión, en efecto, vaciar de contenido aquello que lo detentaba en exceso, mostrarse en el centro de un vacío que, precisamente, los directores asiáticos están en condiciones de mostrar mejor que nadie, por evidentes razones culturales. De acuerdo, pero entonces la pregunta que hay que hacerse es otra: ¿implica eso un regodeo en los propios métodos, una autoconciencia puede que en exceso autocomplaciente? No seré yo quien conteste ahora a esa pregunta, si me perdonan. Tiempo al tiempo. Carlos Losilla