Adaptación de la novela homónima publicada en 2019, cuyo editor es también el productor de la película, Kubi se presenta con todos los ropajes propios de los grandes frescos históricos filmados por Akira Kurosawa (Ran, Kagemusha): los combates por el poder entre diferentes clanes en el Japón medieval de 1582, las intrigas y los conciliábulos políticos entre los señores de la guerra, la coreografía de los grandes movimientos de masas en las batallas, etc., pero Takeshi Kitano tarda apenas lo que dura la primera secuencia en llevarse la propuesta a su propio terreno. Lo que emerge entonces, con vibrante ímpetu, es el registro propio de un chanbara en el que las cabezas se cortan a ritmo de varias por cada secuencia y en el que la presencia y el rol de los campesinos, del pueblo llano, de los comediantes populares, de los ninjas y de los arribistas de todo tipo le disputan el protagonismo a los líderes que luchan entre sí a lo largo de una trama casi indescifrable si no se conoce aquel episodio concreto de la historia japonesa del siglo XVI.
Una historia de amor gay entre un samurái y el jefe de un clan es otra de las novedades que aporta esta propuesta, en cuyo transcurso Kitano se divierte potenciando la vertiente sangrienta, dinámica, festiva y heterodoxa en los límites de lo grotesco. Esta dimensión festiva y el protagonismo de los campesinos acercan el film a esa cumbre que supone la Eijanaika (1981), de Shohei Imamura, con la que Kubi mantiene abundantes lazos de parentesco, sobre todo en su espíritu iconoclasta, a la postre certificado por la patada final que decide dar el personaje interpretado por Beat Takeshi (el propio Kitano), a modo de expresa declaración autoirónica sobre la naturaleza de su propia película. Carlos F. Heredero