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En la presentación de la película los directores afirmaron que su trabajo nacía de la conciencia de que después de las revueltas que tuvieron lugar en Teherán en octubre de 2022, el cine iraní debía preguntarse cuál podía ser su misión ciudadana. En vez de filmar las revueltas de las mujeres quitándose el velo y las cargas policiales, Asgari y Khatami hacen una película más posibilista en la que parten de pequeñas historias cotidianas para hablar del maltrato de la población iraní por parte de sus instituciones. Como la cultura iraní es sobre todo la cultura de la poesía, han articulado la película como si fueran una serie de pequeños versos en torno a situaciones de vejación y humillación. El dispositivo fílmico es siempre el mismo. La cámara está fija filmando un personaje que reclama algo o se enfrenta a las demandas de la institución, el poder nunca es visibilizado siempre está en un espacio en off y solo oímos la voz de la burocracia. Las historias son sencillas. Un padre quiere bautizar con el nombre de David a su hijo y las autoridades lo cuestionan, una mujer es acusada de conducir sin velo por una fotografía tomada por los servicios de tráfico, otra mujer que pide trabajo recibe insinuaciones por parte de su patrón o un cineasta quiere rodar una película y la censura no quiere que en la trama haya un parricidio. Los versos terrestres son como historias mínimas de la sociedad iraní con la esperanza de que algún día un terremoto social acabe derrumbando el mundo absurdo que se ha gestado a partir de las leyes de la moralidad y de la represión política. Àngel Quintana