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En un par de fragmentos de Diarios, el último trabajo de Andrés di Tella –un habitual de este certamen– el cineasta habla de su deseo incontrolable de hacer una película, de empezar a filmar de nuevo. ¿Y qué es entonces lo que estamos viendo aquí?, nos podemos preguntar a partir de esas alusiones. La cuestión no es baladí, pues lo cierto es que Diarios se resiste con furia a ser una película, o por lo menos eso que llamamos habitualmente ‘una película’. Para empezar, se compone de una serie de piezas disímiles, registradas en distintas épocas y en múltiples dispositivos, desde el super 8 al teléfono móvil, que utilizan tonos muy diferentes para dirigirse a su audiencia, si es que en algún momento hacen eso, dada su tendencia al ensimismamiento y su utilización insobornable de la primera persona. Segundo, esa condición de mosaico antinarrativo se ve firmemente refrendada por los agujeros que Di Tella ha insertado entre un fragmento y otro para impedir su continuidad, para subrayar su carácter aislado, que solo puede alcanzar una cierta coherencia gracias a la buena voluntad de quien lo vea, más aún cuando la numeración de cada “diario” se muestra igualmente arbitraria y a veces no consecutiva. Y, last but not least, todo forma parte de una performance más amplia que incluye al propio Di Tella, sentado a una mesa débilmente iluminada en un rincón de la sala, interrumpiendo la proyección para contar sus sueños, recitar poemas e incluso cantar un tema de Atahualpa Yupanqui.

Todo empieza y casi termina con textos de Borges, que legitiman la tonalidad literario-teatral del conjunto, y se arremolina alrededor de la muerte como obsesión, como premonición, como temor. Y los temas van desde el pasado familiar hasta la revolución como promesa incumplida pero, a la vez, “sueño eterno”, tal como certifica uno de los innumerables libros que Di Tella menciona a lo largo de su soliloquio. El término “diario”, pues, se utiliza aquí en un sentido amplio, que conecta con la filmografía anterior del cineasta –sobre todo con Ficción privada (2019) y 327 cuadernos (2015), que exploraba el mismo género desde la literatura, con Ricardo Piglia como eje central– y a la vez anuncia formas futuras, siembra pequeñas semillas que pueden fructificar en los filmes que sin duda vendrán. Por supuesto, las pequeñas piezas terminan siendo mundos en sí mismos, algunos de ellos memorables, como los dedicados a Luis Ospina o a la muerte de su padre en Londres. Pero uno empieza a pensar, cuando termina la función, que el universo de Di Tella está más allá del cine y se acerca cada vez más a una cierta literatura argentina obsesionada con la ficción y sus límites, empeñada en dar forma a un mundo que en sí mismo ya no tenga nada que ver con la realidad, una tendencia a la que el cineasta homenajeó –por lo menos– en Macedonio Fernández (1995). Y que en algún momento de estos diarios Di Tella afirme algo parecido no solo es paradójico, sino también inquietante: alguien que juega con la no-ficción se empeña en convertirla en ficción total, en universo autónomo que quizá ya no tenga nada de real, como la propia memoria. Esperamos ansiosamente la nueva película que Di Tella promete en esta no-película para confirmar –o no– esa hipótesis.

Carlos Losilla