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¿Puede una película explotar a su actor principal hasta el punto de vampirizarlo? La respuesta está en Great Freedom, segundo largometraje de Sebastian Meise tras Still Life (2011), donde la prodigiosa interpretación de Franz Rogowski deja un poco en sombras todo lo demás. Cada plano intenta reproducir la obstinada inocencia, la energía nunca canalizada del actor, pero se muestra una y otra vez incapaz de hacerlo, como si ninguna narración más o menos convencional pudiera contener en sí misma esa fuerza que no cesa. Y eso que lo procura con denuedo, a veces incluso con éxito. Pues esta crónica basada en hechos reales, el seguimiento casi obsesivo de las peripecias carcelarias de un homosexual en la Alemania de la posguerra dividida en tres segmentos, de 1945 a 1969 pasando por 1957, lo tiene todo para salir airosa del intento. Primero, sigue de una manera a la vez escrupulosa e imaginativa una rigurosa unidad de espacio, centrada en varias cárceles de las que la cámara nunca sale y que se suceden unas a otras como si se tratara de una sola. Y segundo, consigue fundir esos tres tiempos en un pavoroso vía crucis que va de los nazis a la República Federal y en el que la disidencia sexual se paga invariablemente con un encierro en el que el cuerpo y el instinto siempre salen perdiendo, condenados a una soledad brutal, también a una camaradería queer que toma diferentes aspectos a lo largo del film, quizá lo mejor de la función. 

Sin embargo, es a la vez ahí donde la película de Meise deja entrever aquello que la hace menos convincente. Sobre el papel su estructura es implacable, a medio camino entre un universo cerrado sobre sí mismo y una sucesión de acontecimientos que siempre sabe dejar aire entre uno y otro. Pero la puesta en escena que intenta darle vida es tan limitada, utiliza de modo tan poco creativo la retórica del plano-contraplano o de la escena como unidad en sí misma, que el film solo consigue respirar del todo al final, cuando una clausura de poderoso aliento trágico pone las cosas en su sitio.  Mientras tanto, lo que podría haber sido una réplica de la obra de Jean Genet se queda en unas cuantas viñetas que conjuntamente funcionan más como “película de denuncia” que como puesta en imágenes de un mundo con leyes propias, esas en las que la cámara de Meise nunca consigue penetrar del todo.