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Enric Albero

Terminada la 21ª edición del Festival de Málaga, recuperamos las dos últimas películas a concurso en la Sección Oficial que quedaban por revisar.

LOS ADIOSES (Natalia Beristáin)

Remite el título a una despedida multiplicada, con visos de no acabar nunca a base de repetirse. Tal vez por ello, la estimable película de Natalia Beristáin juegue con el tiempo de la vida de la escritora Rosario Castellanos, yendo y viniendo como un oleaje de recuerdos que insisten en las dificultades de una mujer para alcanzar su independencia. Atada conyugalmente al filósofo Ricardo Guerra (Daniel Giménez-Cacho) su progresiva toma de conciencia la separa de un marido posesivo e intelectualmente celoso, amén de manipulador experto en el maltrato psicológico. Un hombre libre para frecuentar otras camas, para no dejar nada de lado, para, en definitiva, hacer lo que le venga en gana (porque sí, porque puede).

Aunque solo fuera por elevarse como un descubrimiento pedagógico, Los adioses ya merece el visionado. Pero además de abrirnos los ojos a la fuerza vital y literaria de la autora mexicana, está construida con inteligencia, alejándose de las pautas que rigen el biopic más convencional. Las imágenes adquieren textura onírica cuando vuelven a los momentos más felices -ese arranque entre sábanas- y los encuadres se hacen irrespirables cuando la opresión crece (piensen en esa discusión que se produce cuando Guerra no le deja escribir).

“Así yo no doy por vivido sino lo redactado” escribe Castellanos y, tal vez, esa máxima se apropie de todo el guion, incluso de unos diálogos que a veces escapan a la naturalidad para adquirir el tono de un ejercicio de estilo. De todos modos, Beristáin navega bien por los meandros biográficos de la poetisa y reivindica a una mujer capital en la historia del feminismo que batalló contra la organización social, intelectual e incluso se atrevió a cuestionar conceptos totémicos como la maternidad o el matrimonio. Lean, pues, a Rosario Castellanos.

INVISIBLE (Pablo Giorgelli)

8 Invisible

Ely (Mora Arenillas) tiene apenas diecisiete años. Por las mañanas va al instituto y, de tardes, trabaja en una veterinaria. Además, se hace cargo de su madre, sumida en una depresión expresada en forma de reclusión voluntaria. Ensimismada y poco dada al trato social, el sexo es para Ely una vía de escape, un modo de hacer que la vida se abra paso entre tanta desgracia. Hasta que ese afán por sentir termina en embarazo indeseado. Con esos mimbres, el drama de corte tremendista acecha en cada esquina del guion; sin embargo, Pablo Giorgelli se limita, en un ejercicio de minimalismo pudoroso, a seguir a su protagonista, a transmitirnos su angustia y las dificultades que, en esas circunstancias, supone tomar cualquier decisión, la que sea. No hay gritos ni grandes momentos en los que la emoción estalle, todo está contado como en voz baja, susurrado, sin mayores aspavientos formales que un travelling final y un plano fijo de Ely en el sofá que siguen insistiendo en esa zozobra difícilmente solucionable. Esa corta evolución de un personaje lógicamente acongojado hace que el segundo largometraje de Giorgelli -que haría un buen programa doble con Medea (Alexandra Latishev, 2017)- no termine de levantar el vuelo; sus formas, muy codificadas, tampoco ayudan a borrar la sensación de obra ya vista.