Posts Tagged ‘Festival de Málaga’
Festival de Málaga 2018: día 9
Enric Albero
Terminada la 21ª edición del Festival de Málaga, recuperamos las dos últimas películas a concurso en la Sección Oficial que quedaban por revisar.
LOS ADIOSES (Natalia Beristáin)
Remite el título a una despedida multiplicada, con visos de no acabar nunca a base de repetirse. Tal vez por ello, la estimable película de Natalia Beristáin juegue con el tiempo de la vida de la escritora Rosario Castellanos, yendo y viniendo como un oleaje de recuerdos que insisten en las dificultades de una mujer para alcanzar su independencia. Atada conyugalmente al filósofo Ricardo Guerra (Daniel Giménez-Cacho) su progresiva toma de conciencia la separa de un marido posesivo e intelectualmente celoso, amén de manipulador experto en el maltrato psicológico. Un hombre libre para frecuentar otras camas, para no dejar nada de lado, para, en definitiva, hacer lo que le venga en gana (porque sí, porque puede).
Aunque solo fuera por elevarse como un descubrimiento pedagógico, Los adioses ya merece el visionado. Pero además de abrirnos los ojos a la fuerza vital y literaria de la autora mexicana, está construida con inteligencia, alejándose de las pautas que rigen el biopic más convencional. Las imágenes adquieren textura onírica cuando vuelven a los momentos más felices -ese arranque entre sábanas- y los encuadres se hacen irrespirables cuando la opresión crece (piensen en esa discusión que se produce cuando Guerra no le deja escribir).
“Así yo no doy por vivido sino lo redactado” escribe Castellanos y, tal vez, esa máxima se apropie de todo el guion, incluso de unos diálogos que a veces escapan a la naturalidad para adquirir el tono de un ejercicio de estilo. De todos modos, Beristáin navega bien por los meandros biográficos de la poetisa y reivindica a una mujer capital en la historia del feminismo que batalló contra la organización social, intelectual e incluso se atrevió a cuestionar conceptos totémicos como la maternidad o el matrimonio. Lean, pues, a Rosario Castellanos.
INVISIBLE (Pablo Giorgelli)
Ely (Mora Arenillas) tiene apenas diecisiete años. Por las mañanas va al instituto y, de tardes, trabaja en una veterinaria. Además, se hace cargo de su madre, sumida en una depresión expresada en forma de reclusión voluntaria. Ensimismada y poco dada al trato social, el sexo es para Ely una vía de escape, un modo de hacer que la vida se abra paso entre tanta desgracia. Hasta que ese afán por sentir termina en embarazo indeseado. Con esos mimbres, el drama de corte tremendista acecha en cada esquina del guion; sin embargo, Pablo Giorgelli se limita, en un ejercicio de minimalismo pudoroso, a seguir a su protagonista, a transmitirnos su angustia y las dificultades que, en esas circunstancias, supone tomar cualquier decisión, la que sea. No hay gritos ni grandes momentos en los que la emoción estalle, todo está contado como en voz baja, susurrado, sin mayores aspavientos formales que un travelling final y un plano fijo de Ely en el sofá que siguen insistiendo en esa zozobra difícilmente solucionable. Esa corta evolución de un personaje lógicamente acongojado hace que el segundo largometraje de Giorgelli -que haría un buen programa doble con Medea (Alexandra Latishev, 2017)- no termine de levantar el vuelo; sus formas, muy codificadas, tampoco ayudan a borrar la sensación de obra ya vista.
Festival de Málaga 2018: día 8
CASI 40 (David Trueba)
Algunos jugadores del Barça explicaron, años más tarde, que la clave que Guardiola les dio para imponerse por 2-6 en el Bernabéu en aquel inolvidable partido del 2 de mayo de 2009 consistió en modificar la posición de Messi, moviéndolo de la banda derecha al centro del ataque, donde halló el espacio de libertad proporcionado por los centrales del Real Madrid, que desistieron de perseguirle hasta la línea propia de tres cuartos. “Ahí está el juego” les dijo el de Sampedor, un técnico que siempre se caracterizó por estudiar a fondo a sus rivales hasta encontrar una grieta en su sistema que le permitiera aumentar el número de probabilidades para ganar el choque.
Durante la proyección de Casi 40 (David Trueba, 2018) la chica situada en la fila de delante consulta y publica comentarios en su muro de Facebook mientras en la pantalla Lucía Jiménez interpreta una canción. La secuencia, como muchas otras, está rodada utilizando un solo plano, sin movimientos de cámara. Esa decisión que algunos podrían confundir con pereza estética o con simpleza formal es, en estos tiempos, un gesto osado. En la época de las segundas pantallas en la que una velocidad casi siempre irreflexiva lo domina todo, alargar un plano es abogar por una revolución tranquila, como redactar un manifiesto pidiéndole paciencia y atención a un espectador que puede que ya no las tenga, que las haya olvidado.
En esta road movie musical, el director de la magnífica Madrid 1987 (2011), recupera a los dos personajes de su ópera prima, La buena vida, 22 años después. Él (Fernando Ramallo) vende productos de cosmética ecológica, ella ha abandonado su carrera como cantante y vive casada con un ex jugador del Real Madrid con el que ha tenido dos hijos (déjenme imaginar que es Ariel ‘el Pluma’ Burano de Saber perder; la película, como aquella novela de Trueba, también va de eso, de aceptar el fracaso, de saber que perdemos casi siempre y que es en las derrotas, también en las sentimentales, cuando se aprende).
Los dos se reúnen para iniciar una pequeña gira de conciertos por tierras castellanas sin mayor propósito que pasar tiempo juntos mientras viajan de un sitio a otro a la búsqueda del siguiente bolo. En esta película hablada, en la que sus protagonistas conversan sobre temas en apariencia banales, subyace una cuestión de fondo que, a su vez, está inserida en su propia construcción: la pérdida de lo esencial en favor de la superficialidad, el desnorte absoluto en el que vivimos mientras frente a nuestros ojos se evapora una manera de entender el mundo en la que era impensable ver a alguien tuiteando durante una proyección. Porque Casi 40 es, también, una metáfora sobre un cambio de orden: emocional, industrial (todo lo referido a la música es aplicable a la literatura y al cine, crítica y periodismo incluidos) y hasta –o sobre todo– filosófico.
Desde la serenidad que transmiten sus imágenes, Trueba aparca la nostalgia para decirnos que sí, que aquel romance de apenas cinco minutos entre Tristán y Lucía estuvo muy bien y no está mal recordarlo, pero ya pasó y aunque puede que un planeta sin cabinas telefónicas ni Michael Jackson ni el breve amor que ambos compartieron nos guste menos, hay que avanzar. Y así, el autor de Obra maestra va basculando entre la reflexión desencantada y la convicción de que, a pesar de todo, un determinado cine sigue siendo posible (el de Truffaut, el de Richard Linklater o el de Jonás Trueba, por citar tres ejemplos que guardan no poca relación con Casi 40). El director demuestra una confianza ilimitada en sus intérpretes y los pone a vivir en esas tomas largas que acaban marcando el ritmo de una película que se desplaza de la ternura al drama existencial y de ahí a la comedia desternillante con la misma facilidad que una gran canción pop invita a ser silbada. Y es en esos momentos, cuando Vito Sanz esconde el humo de su cigarro en una jarra de cerveza para que no le denuncien por fumar en su bar o cuando el personaje de Ramallo proclama la victoria de Hitler asociada a la proliferación de gimnasios, Trueba, como Guardiola, sabe que ha dado con la tecla que le brindará contar con una posibilidad para ganar. Poco importará el resultado final: aquel que esté dispuesto a sostener la mirada reconocerá que el juego fue brillante. Enric Albero
LOS BUENOS DEMONIOS (Gerardo Chijona)
Un coche recorre las avenidas nocturnas de la Habana en un travelling lateral cortado por pautados fundidos a negro. Sobre la pantalla, la violencia y el hedonismo que laten bajo la noche de la isla caribeña. Al volante Tito (Carlos Enrique Almirante), un joven cubano, transporta al enésimo turista español que desgrana un paternalista discurso sobre Cuba y el mundo democrático. Se adentran en una zona perdida que alarma al pasajero y, con un disparo, el conductor le asesina fuera de campo. Títulos de crédito.
El prólogo de Los buenos demonios nos sitúa con encomiable economía en un mundo lleno de contradicciones y contrastes, que esconde atroces realidades bajo la superficie y descubre, abruptamente, el lado más oscuro de uno de los cinco protagonistas del film que componen un retrato transversal de la sociedad cubana a través de tres generaciones con muy distintas posiciones éticas y formas de entender los dilemas morales. A saber: el romanticismo y compromiso de los pioneros revolucionarios, el utilitarismo de los propietarios emergentes y profesionales de la sociedad intermedia (el ‘hombre nuevo’ que habría de surgir) y la Cuba actual, hijos del devastador periodo especial que asoló el país durante la crisis de los noventa. Una juventud que busca su futuro sin culpa ni empatía.
Gerardo Chijona, que ya presentó en 2011 su película Boleto al paraíso con la que fue premiado en la sección Territorio Latinoamericano, vuelve a Málaga para cerrar la sección competitiva con una obra que abandona las premisas iniciales del thriller con sociópata y se pone el rutinario traje del costumbrismo para reivindicar el derecho de los propios cubanos a construir el relato de su ‘aquí y ahora’, una imagen tantas veces hurtada por el observador foráneo, ese intruso que puede tomar forma tanto en el observador internacional como en el turista más irritante (liquidado por el justiciero ‘Travis’ local), tan invasor como los alienígenas que de forma insistente acaparan los programas de la televisión; una divertida metáfora, también, sobre un país que no se reconoce en la imagen que dan los medios oficiales. Precisamente, un uso más radical y surrealista del humor que aflora en las situaciones cotidianas podía haber elevado una propuesta que poco a poco se desliza por situaciones ya trilladas y un tono que no acaba de dar músculo al guion de Daniel Díaz Torres y Alejandro E. Hernández (autor de la novela en la que está basada la película y colaborador habitual de Manuel Martín Cuenca). La puesta en escena en una Cuba luminosa y colorista, huyendo de clichés y en oposición a las tinieblas de los personajes, supone una apuesta original que acentúa los contrastes entre apariencia y realidad, pero es insuficiente para compensar un rutinario ejercicio de cámara. Con todo, el final del film, inteligentemente abierto pero resolutivo en lo conceptual, supone la gran metáfora de una sociedad y un pueblo que mirando a cámara descubre la imagen de su propia realidad. José Félix Collazos
Festival de Málaga 2018: día 7
Enric Albero
SIN FIN (César Alenda, José Esteban Alenda)
Viendo la puesta de largo de César y José Esteban Alenda es imposible no pensar en que estamos ante un sucedáneo de Olvídate de mí (Michel Gondry, 2004). Esta tragicomedia romántica injertada de ciencia ficción –aquí el viaje temporal sustituye al borrado de memoria del guion de Charlie Kaufman– resulta tan chocante como su propio planteamiento. En una película cuyo mayor hallazgo visual es el plano-resumen de Javier multiplicado por el espejo del ascensor, la mezcla genérica termina por convertirse en una pelea referencial a todos los niveles. Expliquémonos mejor. Javier (Javier Rey) es la versión ‘cañón’ de Sheldon Cooper (Jim Parsons): un nerd sin filtro y con dificultades para las relaciones sociales. María (María León) es una aspirante actriz con tanta chispa como problemas de autoestima (y un trauma a cuestas). Ambos forman una pareja improbable que el esfuerzo de los actores trata de convertir en realidad. Primera colisión.
Sin entrar a discutir las paradojas temporales que plantea la película (y las soluciones que ofrece), el retorno al pasado de Javier para enmendar sus problemas y arreglar su relación repitiendo punto por punto todo aquello que hicieron el día que se conocieron, hace que presente y pasado se alternen. Para suturar esas dos temporalidades y alcanzar la unidad sin perder de vista el origen romántico de la propuesta, los realizadores recurren a una partitura de Sergio de la Puente. El grado de intrusión musical es tal, hay tantas y tantas notas, que ahoga unas imágenes que no pueden respirar por sí mismas (por no hablar del énfasis con que adornar determinadas secuencias). Segunda colisión.
La mezcla de referentes es tan dispar como sus protagonistas: de Chejov a Manolo Escobar, de la teoría de cuerdas a MacGyver, de la deconstrucción autoconsciente de un videoclip de Mecano a la formulación teórica de una máquina del tiempo. Y así vamos de la confusión a la sorpresa, pasando a veces por el asombro y otras por la irritación. Tercera colisión.
En resumen, esta película sobre la caducidad del amor en los tiempos del acelerador de partículas hace de sus protagonistas su propia metáfora: son los representantes de dos mundos tan diferentes que es imposible que la cosa funcione.
BENZINHO (Gustavo Pizzi)
La puerta de la casa de Irene (Karine Teles) se queda atrancada. Es imposible abrirla, así que a ella, a sus cuatro hijos y a su marido les va a tocar salir por la ventana. Ese improvisado gesto relacionado con un acto tan prosaico esconde una metáfora sobre la capacidad del ser humano –pero sobre todo de la mujer– para adaptarse a cualquier contratiempo.
Benzinho es mucho más que un melodrama familiar, el género solo es el envoltorio de una reflexión más profunda sobre un Brasil depauperado y sobre el titánico esfuerzo que las familias de clase media tienen que hacer para (sobre)vivir en país que invita a la huida como única solución a un derrumbe ineluctable. La épica laboral y la tragedia urbanística van salpicando una película que se vale de la marcha del primogénito a Alemania para jugar en un equipo de balonmano como espoleta para hacer estallar conflictos de carácter estructural (su discurso sobre el machismo atávico y sobre el clasismo es impecable).
Karine Teles, que además firma el guion y figura como productora, se marca una actuación antológica, pero los méritos de la obra no se reducen a la portentosa interpretación de su protagonista. El uso de la música como contrapunto y como marcador tonal que aporta información a las imágenes y no se limita a acompañarlas o a subrayarlas, los estallidos de violencia que cierran secuencias cruciales (y alteran la forma de film: piensen en la escena del bar, rodada en plano secuencia hasta que una palmada sobre la mesa motiva el corte) o la naturalidad de los diálogos hacen que el tercer largometraje de Gustavo Pizzi abra un debate sobre el estado de la nación mientras parece que habla de los dilemas de una madre trabajadora y recién graduada.
Festival de Málaga 2018: día 6
Enric Albero
OJOS DE MADERA (Roberto Suárez / Germán Tejeira)
Cuento infantil de inequívoca inspiración hofmaniana, esta breve pieza uruguaya que ha tardado nueve años en ver la luz busca antes transmitir la zozobra que experimenta su protagonista que hilvanar un relato. Cada imagen parece haber pasado por el filtro de la traumatizada mente de un niño que ha perdido a sus padres tras un accidente automovilístico y que ahora vive con unos tíos que quieren (y no pueden) ‘fabricarle’ más un sustituto que un hermano. Sus angulaciones imposibles, el uso del blanco y negro con un crucial cambio al color, la composición abigarrada y angustiosa de muchos planos y el distanciamiento que a veces toma un cámara que parece querer huir de ese infierno en el que vive instalado el pequeño Víctor (Pedro Cruz) así lo indican.
Esta película bastarda, hija de padres tan distintos como John Cassavetes (Ángeles sin paraíso) o Roman Polanski (La semilla del diablo) pero también David Lynch, funciona como artefacto siniestro y perturbador merced a una fuerza estética que se mueve entre las coordenadas del expresionismo y el surrealismo. Sus excesos simbólicos y determinadas decisiones dramatúrgicas vinculadas al personaje de la niña ciega lastran una obra arriesgadísima, que quizás por apartarse de un modelo narrativo no encuentre acomodo en la memoria de un público habituado a lidiar con filmes que no se separan ni una pulgada de las convenciones. Sea como fuere, a Ojos de madera hay que darle la bienvenida.
EL MUNDO ES SUYO (Alfonso Sánchez)
En la carrera por hacerse con el título a la peor película no ya del festival sino del año, El mundo es suyo le saca tres cuerpos de ventaja a cualquier producción que sean capaces de imaginar. No queda aquí ni rastro de la frescura que desprendía la humilde e irregular pero punzante El mundo es nuestro, opera prima de Alfonso Sánchez que encarnó junto con Alberto López al impagable dúo del Cabesa y el Culebra. En su segundo largometraje ascienden en la escala social y se ponen el polo y los mocasines de Rafi y Fali, dos quiero-y-no-puedo dispuestos a instalarse en la aristocracia sevillana por la vía rápida del pelotazo (también les vale su versión carnal: el braguetazo).
La comunión del hijo del segundo y la recogida y entrega del traje del niño –el mismo que utilizó Alfonso XIII– son las coartadas que Sánchez emplea para, según sus propias declaraciones, realizar “una sátira de cómo está España”. La supuesta carga ideológica del film queda en nada: el guion se limita a empalmar de manera injustificada tópicos regionales o temas de actualidad (tanto da), el cariño hacia unos protagonistas que para colmo son rematadamente machistas invalida cualquier crítica, y una realización que sigue destilando el mismo amateurismo que el de su ópera prima –pero esta vez con más presupuesto– lleva a preguntarnos por la presencia en competición de un sketch de los Morancos alargado hasta los noventa minutos.
Festival de Málaga 2018: día 5
Enric Albero
LES DISTÀNCIES (Elena Trapé)
El segundo largometraje de ficción de Elena Trapé es un lúcido diagnóstico generacional que se desmarca de todo lo visto hasta el momento en esta 21ª edición del Festival de Málaga. Frente a las películas sobrexplicadas, en oposición a las piezas formateadas siguiendo las pautas de un academicismo avejentado y situada en las antípodas de esos títulos caprichosos que hacen de su guion un aeroplano para volar donde les venga en gana, Les distàncies propone un acercamiento sutil a la angustia vital que experimentan –que experimentamos– todos aquellos nacidos en la década de los ochenta.
Álex Comas (Miki Esparbé) reside en Berlín, esa ciudad rodeada por un aura totémica –a la vez cuna de oportunidades laborales y avispero cultural– para aquellos a los que nos tocó descubrir el lado oscuro del estado del bienestar. Sin esperarlo, el fin de semana de su 35 cumpleaños recibirá la visita de sus amigos de la universidad, un grupo heterogéneo formado por una embarazadísima Olivia (Alexandra Jiménez), Eloi (Bruno Sevilla), Guille (Isak Férriz) y su novia Anna (Maria Ribera). Su llegada no servirá para convertir Berlín en una fiesta, sino para extender el certificado de defunción de un espejismo.
Todo en Les distàncies es sutil (insisto). La plomiza fotografía de Julián Elizalde, reflejo de un estado de ánimo colectivo (estamos ante una gran metonimia). Su aparente naturalismo, con la cámara al hombro que nos obliga a convivir con esa troupe desorientada y que, sin embargo, oculta una puesta en escena medida y coreografiada al milímetro: el uso del desenfoque y la colocación de los personajes dentro del plano para marcar la distancia emocional que existe entre ellos, los sutiles movimientos de cámara que aíslan a un personaje cuando ‘rompe’ con otro, las huidas hacia adelante y a la carrera a través de un paisaje desdibujado… Sutil es, también, el guion, no solo ya por el magnífico uso de la elipsis y el borrado de diálogos explicativos, sino por secuencias como el encuentro entre Olivia y Marion en la cocina: espalda contra espalda, los jerséis con los mismos colores, dos mujeres cuya trayectoria podría ser intercambiable y que, por momentos, desearían intercambiar (fíjense, cuando la vean, en la relación que Olivia establece con el vestido de Marion). Incluso en el momento menos afortunado del libreto –ese deus ex machina– hay un golpe de genio, puesto que el recurso no se emplea como solución a los problemas planteados: es un acicate para incrementar la tensión.
Trapé nos dice que somos la generación más conectada de la historia y la que peor se comunica (maravillosa la secuencia del interfono), que los 35 son los nuevos 25 y que nos cuesta madurar más que a un mango en el Polo Norte, que somos o nos han hecho inseguros y preferimos echar a correr antes que afrontar una dificultad, que cuando se nos rompe, nos rompen o rompemos el esquema estudios-trabajo-pareja-matrimonio-casa-hijos podemos caer en un pozo de mierda del que nos cuesta un mundo salir porque solo nos habían enseñado a trepar por la cuerda que el capitalismo había preparado para sus retoños antes de que estallaran todas las burbujas.
Podría seguir. Podría hablar de la defensa tranquila que hace del multilingüismo –Olivia habla en castellano y le responden en catalán… ¡y no muere nadie!– del grado de maestría interpretativa que ha alcanzado Alexandra Jiménez; incluso podría ponerme pejiguero y señalar que, en los instantes previos al ajuste de cuentas existencial que cierra la función, el ritmo decae a causa de una secuencia que busca contrapuntear la gravedad de la trama antes del estallido final. Podría escribir sobre todo eso y sobre muchas cosas más, pero baste con decir que Les distàncies es, con mucho, la mejor película que la Sección Oficial del festival nos ha brindado hasta el momento.
MI QUERIDA COFRADÍA (Marta Díaz de Lope Díaz)
Comedia que, en lo temático, se quiere revolucionaria, Mi querida cofradía es un paso en firme hacia la involución del género. El accidentado ascenso de Carmen (Gloria Muñoz) a la presidencia de su hermandad en los días previos a la Semana Santa se erige como pretexto para propugnar el empoderamiento de la mujer en un ámbito especialmente reacio a la igualdad. Es probable que el terreno de la fe y las tradiciones no sea el mejor para sembrar metáforas feministas: ahí están los textos sagrados que las sustentan y que no dejan lugar a dudas sobre qué papel juegan las Evas de este mundo en el seno del catolicismo.
En su voluntad por modernizar el costumbrismo de sus situaciones y de sus personajes, Díaz de Lope se olvida de la puesta en escena y va coleccionando estampillas folclóricas con aire de telefilm ochentero: la monotonía marca el desarrollo de las numerosas secuencias de interiores, las escalas medias se suceden y los diálogos apuntalan lo que observamos, como si las imágenes no se valieran por sí mismas o los espectadores fueran a perderse descifrando unas composiciones visuales dignas de las ilustraciones de un libro infantil. Ni la solvencia de sus actores ni algún gag afortunado disimulan la confusión de una propuesta que quiere impugnar las convenciones heteropatriarcales en la esfera religiosa pero que emplea una sintaxis tan arcaica como los principios que pretende combatir.
Festival de Málaga 2018: día 4
Enric Albero
FORMENTERA LADY (Pau Durà)
Al igual que Sergio & Serguéi (Ernesto Daranas, 2017), Formentera Lady es una fábula amable de corto alcance que rehuye el sentimentalismo sin desprenderse de su condición de pasatiempo inocuo. Samuel (José Sacristán) es un hombre doblemente varado: vive encallado en Formentera y sigue anclado en los años setenta, época en la que el movimiento hippy se instaló en la isla (Pau Durà especula con que bandas como los King Crimson la convirtieran en lugar de estancia). Casi medio siglo después, Samuel vive a su aire, se gana el pan y el brandy tocando el banjo en un garito y su única preocupación consiste en esperar el enésimo fallo del carburador de su viejo jeep, de nombre Ulises.
Todo se quiebra cuando el pasado regresa en forma de nieto al que cuidar. Las peripecias familiares y generacionales le valen a Durà para hacer equilibrios con la ternura comedida y la comedia de sonrisa (ahí está el siempre efectivo Jordi Sánchez aportando el contrapunto), todo para enhebrar un cuento sobre la madurez tardía (un rite of passage geriátrico) decorado con postales del paraíso balear. Apenas hay profundidad reflexiva en una película que se limita a apuntar la posibilidad del fin del Edén en favor de la especulación urbanística o que araña débilmente las consecuencias de mantenerse fiel a una filosofía vital hedonista y anacoreta alejada del capitalismo caníbal (cuyo modelo acaba imponiéndose). Todo es mucho más simple, bienintencionado.
El ante todo actor Pau Durà le saca partido a un Sacristán templado y rinde tributo a veteranos intérpretes, como su paisano Juli Mira, asumiendo una tradición de la que forma parte y a la que le augura el porvenir que representa el debutante Sandro Castellanos (impagable su frase en la rueda de prensa de presentación: “Yo no sabía quién era José Sacristán antes de hacer la película. Me explicaron que era uno de los mejores actores de España”). No es el único rastro de inteligencia y respeto que deja el realizador alcoiano en su ópera prima: la utilización del catalán en todas sus variantes, mostrando la riqueza idiomática compartida entre baleares, valencianos y catalanes, demuestra cuanto daño le ha hecho al cine español esa búsqueda del acento neutro que tanta vitalidad (y pluralidad) ha restado a las diferentes lenguas que cohabitan en este nuestro estado. Es una pena que escuchar el gallego de Matria (Álvaro Gago, 2017) o la naturalidad oral con la que se desenvuelven los actores de esta Formentera Lady siga resultando extraño (tristemente extraño).
VIOLETA AL FIN (Hilda Hidalgo)
Violeta (Eugenia Chaverri) es pensionista, católica y, a sus más de setenta años, recientemente separada. Su casa, una suerte de oasis en medio de la ciudad, y los recuerdos familiares que alberga, son su tesoro más preciado. Ni sus hijos ni su exmarido la convencerán para que abandone su frondoso jardín a cambio de un buen pellizco. Violeta no solo no cede, sino que además está dispuesta a montar una pensión y equilibrar una economía doméstica un tanto maltrecha desde que le dio puerta a su marido. Cuando recibe a su primer inquilino, que no es otro que su profesor de natación, y el negocio parece florecer, llegará el golpe: el banco le reclama la vivienda, hipotecada por su exesposo sin que ella tuviera la más mínima idea.
A partir de ese argumento, Hilda Hidalgo narra la quijotesca lucha de una anciana llena de vitalidad contra un sistema económico voraz e inmoral, pero también, aunque de manera más tímida, contra determinadas convenciones genéricas fuerte y fatalmente asentadas. En resumen, Violeta pelea por su independencia individual y económica frente a su antiguo compañero, frente a sus hijos y frente a sus amigas, todos empeñados en que vuelva al redil matrimonial y haga los cosas como Dios manda (su condición de separada choca frontalmente contra su fe, lo que le genera no pocos problemas de conciencia).
La directora costarricense juega, de manera muy elemental, con la arquitectura del hogar y el lugar de libertad que le proporciona el enorme jardín para expresar la sensación de encierro de una protagonista que busca emanciparse. La propuesta es humilde y sencilla –ni siquiera hay una continuidad en ese tratamiento fílmico del espacio– y se limita a ilustrar con trazo tranquilo, sin nervio, la vida de esta mujer combativa a su manera, como si las decisiones de Violeta no guardaran relación alguna con lo acartonado de las imágenes que componen el film.
Festival de Málaga 2018: día 3
SERGIO Y SERGUÉI (Ernesto Daranas)
Algunos títulos de la filmografía cubana reciente coinciden en fijar la mirada en el crucial momento de 1991, donde se disolvió la Unión Soviética. Cuba sin el amparo de una Rusia comunista (bajo la presidencia de Boris Yeltsin) era como decirle a Newton que ya no existía la gravedad. En esos términos se expresa la narradora de Sergio & Serguéi. La película plasma ese sentimiento de incertidumbre y abandono de muchos cubanos al desaparecer el referente soviético. Alejado del tono de derrota de La obra del siglo (Carlos Machado Quintela, 2015), Ernesto Daranas construye una comedia sobre aquella etapa, donde se fusionan dos episodios históricos –aquí ficcionados– que no tuvieron relación. Por un lado, el abandono en el espacio del cosmonauta ruso Sergei Krikalev en la averiada base espacial MIR; por el otro, la conexión que radioaficionados cubanos establecieron con estaciones espaciales.
Sergio es un profesor de filosofía marxista atascado en esa encrucijada; no consigue publicar libros y sus perspectivas económicas se ven mermadas por ello. A través de un equipo que Peter (un periodista y antiguo amigo de su padre) le envía desde Estados Unidos, consigue establecer comunicación con Serguéi Asimov. Se trata del solitario astronauta cuyo rescate ninguna nación quiere asumir. Los dos protagonistas comparten los miedos, dudas y tristeza generados por las profundas transformaciones políticas que se están produciendo. Daranas se sirve del costumbrismo para sortear el doloroso trasfondo al que remite su historia; la precariedad, los balseros o la juventud desencantada. Recurre a la parodia cómica (a veces cayendo en la ridiculización) para retratar a la pareja de funcionarios que monitoriza las conversaciones radiofónicas, e interpretando amenazas para la seguridad cubana. La narración se atreve a romper el hermetismo insular reflejando esa intercomunicación triangular entre Sergio, Serguéi y Peter. La hija de Sergio recuerda desde la voz en off que la amistad puede ser el mejor antídoto frente a la desesperanza. Javier Rueda
NO DORMIRÁS (Gustavo Hernández)
El tercer largometraje de Gustavo Hernández se inscribe en una línea de producciones que justifican las arbitrariedades del guion a partir del alterado estado mental de sus protagonistas, así que no busquen indicios de coherencia interna ni de solidez causal en los acontecimientos que van amontonándose hasta conformar esta película de terror convertida en otro hit de ese gran género que es el de la comedia involuntaria.
El ensayo de una obra teatral que experimenta con el insomnio de los actores para alcanzar un estado de percepción que les permite conectar con otras realidades le sirve al realizador uruguayo para poco más que recitar de memoria las definiciones del diccionario básico del horror: desde los escenarios (el psiquiátrico en el que se recluyen para ensayar) hasta los previsibles sustos, pasando por el ensordecedor uso de la música en los momentos diseñados para acongojar o su archisabida planificación, suenan a cosas ya oídas. Es como si un detractor del Actor’s Studio hubiera glosado las maldades del método Stanislavski disfrazando de película de miedo lo que en verdad es una comedia bufa; dedicándole, además, el imperativo título de la obra a un Lee Strasberg que, efectivamente, ya no descansará ni siquiera en su tumba. Enric Albero
Festival de Málaga 2018: día 2
Enric Albero
ANA DE DÍA (Andrea Jaurrieta)
La ópera prima de Andrea Jaurrieta es una obra fracturada a todos los niveles. En su arranque, Ana (notable Ingrid García Jonsson) descubre que una doble idéntica a ella la ha sustituido en su vida diaria sin que ninguno de sus seres queridos note la diferencia. La realizadora navarra filma a su protagonista partida frente a un espejo, reflejando la repentina escisión que experimenta. Lo que en un principio podría emparejar la película con el cine de, pongamos por caso, Brian De Palma, deriva en un ejercicio en el que el burlesque, el cabaret más bizarro y el freak show se mezclan hasta situar la propuesta en un limbo estético difícil de acotar.
En lugar en enfrentar la extraña situación ante la que se encuentra, Ana emprende una huida hacia adelante, abriendo en dos la película y llevándola por caminos insospechados: del thriller se desplaza a la introspección existencial de corte onírico –las canciones siempre están detrás de las escenas más afortunadas– y termina por ofrecer (por explicar) que la raíz de su esquizofrenia fílmica no es otra que la del desdoblamiento de su protagonista, creadora de una vida alternativa a la que establece el canon social (estudios, trabajo, pareja, hipoteca, boda y descendencia).
El naufragio vital de la nueva Ana, metida a artista de variedades bajo el seudónimo de Nina, la lleva a establecerse en una pensión y a entablar relaciones con una serie de extravagantes seres que, en mayor o menor grado, comparten con ella su carácter de paria. La propietaria de la casa se ahoga en su soledad, el amante que se agencia resulta no ser quien dice y sus compañeros de espectáculo parecen habitar un universo paralelo bañado por el neón, empedrado en lentejuelas y atravesado por polvo de cocaína. Son, de todos modos, personajes cuyo escaso peso dramático se compensa en algunos casos con derroches de genio (Mona Martínez y su Sole), aunque, por lo general, son maltratados por una edición que los abandona durante demasiados minutos para luego recuperarlos cuando ya importan poco. Probablemente, un montaje más incisivo hubiera ayudado a hacer de Ana de día una obra más concisa sin por ello perder fuerza estética. Como Ana, la película se extravía dentro de sí misma sin apostarlo todo al delirio y entregando, por el contrario, una solución sencilla a la existencia dual de su protagonista.
MEMORIAS DE UN HOMBRE EN PIJAMA (Carlos Fernández de Vigo)
Cuando una película de animación cita a La dama y el vagabundo (Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wilfred Jackson, 1955) y, 63 años después, resulta superficial y esencialmente más vieja que su referente, el problema es mayúsculo. Memorias de un hombre en pijama, adaptación de la novela gráfica de Paco Roca, es una antigualla fílmica cuyo trazo no mejora los registros de las creaciones ochenteras de Claudio Biern Boyd. Poco o nada cuentan las imágenes del filme de Carlos Fernández de Vigo, que podría seguirse con los ojos cerrados de tanta información (toda) como acumulan sus incesantes diálogos. La machacona música de Love of Lesbian –que parecen interpretar siempre el mismo tema–, su gastadísima estética o una dicción actoral por momentos sonrojante, convierten esta serie de catastróficas desdichas de un dibujante en crisis en una ocasión inmejorable para preferir la lectura al cine.
LA REINA DEL MIEDO (Valeria Bertuccelli, Fabiana Tiscornia)
El acompañado debut tras las cámaras de la (soberbia) actriz Valeria Bertuccelli es, precisamente, un paseo por las bambalinas de la vida de una dama de la escena. Alejada de los focos, Robertina (la propia Bertuccelli) deambula, errática, por ese fuera de campo habitualmente vedado a una platea que solo conoce la parte biográfica de los intÉrpretes vinculada al escenario o, como máximo, a la prensa. La película arranca con titubeos como si, al igual que su protagonista, vagara entre la risa y el llanto, entre la seriedad y el guiño cómico. De todos modos, a medida que avanza, la pieza se arma de contundencia y la inseguridad de una diva incapaz de tomar decisiones se pega a esa fotografía que empalidece cualquier rastro de glamur. Robertina, procrastinadora contumaz, va diluyendo responsabilidades: aplaza ensayos, va y viene de un sitio a otro sin saber muy bien por qué o desatiende sus obligaciones teatrales para visitar a un amigo íntimo, enfermo de cáncer, que reside en Dinamarca, pero al que, en su día, no fue capaz de comunicarle que iniciaba un matrimonio ahora en fase terminal.
A pesar de su lenta cocción y de lo esquemático de algunos personajes secundarios (valga como ejemplo su asistenta), La reina del miedo se sirve del plano secuencia y del contraste fotográfico para culminar con un tramo final en el que el cromatismo mortecino que nublaba sus imágenes da paso a una explosión de color vinculada a la representación de la obra que Robertina preparaba. Ese acompañamiento de la actriz desde que la función (presumiblemente) acaba hasta su casa –sin cambiar de vestuario– y la tormenta tropical que, súbitamente, se desata en el jardín, invitan a pensar que la artista no ha abandonado las tablas y que seguimos dentro de la representación, el único espacio en el que parece sentirse a salvo, ajena al miedo (no teme que no haya luz en su casa) y a la culpa. Que durante el breve momento en el que rueda la pieza teatral, Bertuccelli se filme a sí misma de espaldas, evitando cualquier pose de estrella, rubrica la excelencia de una actuación comedida y llena de matices.
Festival de Málaga 2018: día 1
LAS LEYES DE LA TERMODINÁMICA (Mateo Gil)
Enric Albero
Se podrán discutir los resultados de cada uno de los ejercicios cinematográficos que Mateo Gil ha completado hasta la fecha, pero lo que no debería someterse a debate es su atrevimiento a la hora de revisar y reformular los géneros clásicos, ya sea el thriller en su vertiente conspirativa (Nadie conoce a nadie), el fantástico (Regreso a Moira), el western crepuscular (Blackthorn) o la ciencia ficción de raíz existencialista (Proyecto Lázaro). Con Las leyes de la termodinámica, película que abre la 21ª edición del festival de Málaga, el realizador canario firma un tratado de física romántica, como si en sus ratos libres Stephen Hawking se hubiera dedicado a desarrollar un guion basado en el clásico argumento ‘chico conoce chica’.
Gil plantea una ecuación a priori sorprendente. Aprovechando la condición de doctorando de astrofísica de Manel Suarez (Vito Sanz), trata de explicar el romance a partir de las teorías sobre la materia y la energía. Para ello, y de un modo sorprendentemente desacomplejado para una película que se inscribe en el terreno del cine comercial, atraviesa la historia de amor que une al aspirante a científico con una modelo con un documental (!) en el que se entrevista a diferentes expertos que explican, de manera prolija para el lego en esta disciplina, los avances logrados por Copérnico, Kepler, Newton o Einstein.
Lo ingenioso del montaje –con sus idas y venidas para mantener la atención y la búsqueda del equilibrio entre la trama y los testimonios– no impide detectar que, pasados los minutos, lo original de la propuesta devenga formulario. Las situaciones y los recursos fílmicos (el grafismo, la pantalla partida, las repeticiones y las vueltas atrás) se van gastando a medida que el metraje avanza y ese intento por aplicar las leyes de la física a la práctica amorosa no termina de engatusar, precisamente, porque se vuelve previsible. Tampoco ayuda la utilización de la pareja formada por Pablo (Chino Darín) y Eva (Vicky Luengo) como desahogo y contrapeso de la romance central que protagonizan Manel y Elena (Berta Vázquez), porque, en el fondo, los cuatro acaban representando los arquetipos que en los momentos iniciales parecía que se iban a subvertir (a ello invitaba esa rompedora mezcla de formatos). Un perdedor egomaníaco, una modelo ensimismada, un seductor impenitente y una mujer abnegada, cuatro roles que terminan como empezaron y que, eso sí, están interpretados por unos actores a los que el traje dramático les queda como un guante (poco se le puede reprochar al casting).
Albert Einstein explicaba la relatividad con el siguiente ejemplo: “Cuando cortejas a una bella muchacha, una hora parece un segundo. Pero te sientas sobre carbón al rojo vivo, un segundo parecerá una hora”. El romance cuántico de Mateo Gil no es inolvidable pero tampoco es, ni mucho menos, una tortura; digamos que orbita entre la satisfacción relativa y la resolución fallida.
Festival de Málaga 2017 S.O: día 9
Enric Albero
SEÑOR, DAME PACIENCIA (Álvaro Díaz Lorenzo) – Fuera de concurso
Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez-Lázaro, 2014) abrió la caja de Pandora del humor sobre las diferencias regionales y su éxito se ha convertido en una fórmula que lleva camino de batir el record de aniquilación creativa que, de momento, sigue ostentando la Termomix. El funcionamiento, en todo caso, es el mismo. El problema es que hacer una tarta de tres chocolates o una porra antequerana no es lo mismo que hacer una película. Sea como fuere, a los productores del cine mainstream de este país les vale ese recetario y creen que basta con mezclar una serie de ingredientes para que surja la magia. Por el túrmix de Señor, dame paciencia pasan la imaginería de un panfleto robado de la tourist info de Sanlúcar de Barrameda, la última sinfonía de un compositor de bandas sonoras para ascensores, un humor fino como la punta de un martillo neumático, una factura visual que va de la sitcom más trasnochada al anuncio veraniego de Estrella Damm y un casting que hubiera hecho las delicias de la Súper Pop (que me perdonen Megan Montaner, Silvia Alonso y Andrés Velencoso, pero aquí parece importar más su físico que sus personajes – que me perdone también David Guapo por no incluirlo en el listado anterior). Con la excusa de honrar la muerte de la madre (Rossy De Palma) de una familia dividida por culpa de un progenitor facha incapaz de superar las diferencias con sus hijos (Jordi Sánchez haciendo una cover de su Antonio Recio de La que se avecina), Álvaro Díaz Lorenzo tira de tópicos (Madrid vs. Barça, vascos, catalanes, negros, perroflautas,…) para buscar el penúltimo éxito de lo que, a estas alturas, ya podemos denominar la nueva españolada. Pedro Lazaga y Mariano Ozores eran, en el fondo, unos visionarios.
MANIAC TALES (Rodrigo Sancho, Denise Castro, Abdelatif Hwidar, Enrique García, Kike Mesa) – Fuera de concurso
Esta película coral es una rareza dentro del cine español actual. A una historia matriz -un inmigrante ilegal se topa con un trabajo de conserje en un edificio neoyorquino- se le añaden varios episodios que explotan las diferentes variantes del cine de terror. Esa composición que recuerda, por ejemplo, a Bolsa de cadáveres (John Carpenter & Tobe Hooper, 1993) o Creepshow (George A. Romero, 1982) permite abordar el género desde distintas perspectivas y formatos, aunque ello suponga pagar el peaje del desequilibrio. Zombis, animación, venganzas, thriller psicológico… todo cabe en este cajón de sastre por momentos demasiado televisivo y un tanto efectista (véanse los tics visuales de Skull of Desire) que, no obstante, se interna por un sendero apenas pisado por una producción nacional reacia a jugársela con según que géneros. La valentía y el arrojo -por algo está rodada en inglés- no hay quien se lo quite.
Festival de Málaga 2017 S.P: día 9
Enric Albero
DOCUMENTAL
LA BALADA DE OPPENHEIMER PARK (Juan Manuel Sepúlveda)
El Oppenheimer Park de Vancouver es un contenedor de escombros humanos. Allí viven, es un decir, los descendientes de los nativos americanos (esos que para nosotros siempre fueron los indios). Aunque Sepúlveda rueda en un espacio abierto, su película es claustrofóbica: la colocación de la cámara aplasta los encuadres, apenas vemos el cielo, y esos zombies alcoholizados que deambulan por el parque sobreviven en un ambiente irrespirable.
Es este un western documental que repasa determinadas características del viejo género en clave forense, advirtiéndonos de que algunos de los elementos que lo hacían posible se nos mueren. El espacio abierto como cárcel pone fin al mito de la reserva india situada en un entorno bucólico; el agua de fuego conduce a guerreros y squaws a la autodestrucción; las pipas ya no son de madera sino de cristal y se fuman para desaparecer del mundo y no para firmar la paz; los viejos ritos son ahora representaciones decadentes y el ejército yanqui (esos dos policías que aparecen brevemente) ya no necesita tener controlados a los verdaderos propietarios de América del Norte porque la bebida, las drogas y la reclusión bastan para garantizar su aniquilación. Triste y descarnada, la película del realizador mexicano es un brillante ejercicio de estilo que no impide que la realidad se imponga a su mirada -y no al revés- cuya última imagen, tal vez depositaria de una esperanza mínima, no es un plano general en el que el cowboy camina hacia un horizonte infinito sino el close-up del rostro de alguien destrozado que huye a la desesperada sin saber si podrá escapar de sí mismo. Brutal.
CRIMEN DE LAS SALINAS (Lucas Distefano)
Lucas Distefano reconstruye un homicidio que recuerda, con ligeras variaciones, al que inventó James M. Cain en El cartero siempre llama dos veces, con una gran diferencia: este fue real. Una mujer de 33 años se casa con un hombre de 77 y, tres años después, con la ayuda de su hermano, lo asesina. Pero el trabajo de Distefano no se limita solo a repasar los hechos, hay una mirada más profunda a la comunidad en la que se inscribe el luctuoso episodio. Se da pábulo a los rumores que circulan y que hurgan en las causas de lo ocurrido, se da voz a abogados, jurados y vecinos y, lo más importante, al hermano implicado en el asesinato (la autora no quiso participar en el filme). El formato de entrevistas se antoja un tanto rígido -y va encaminado a buscar las respuestas que interesan- y los sucesos se perciben con mayor naturalidad cuando la cámara observa (las conversaciones de peluquería) en lugar de interrogar.
Festival de Málaga 2017 S.O: día 8
Enric Albero
PIELES (Eduardo Casanova)
La ópera prima de Eduardo Casanova supone una enmienda a la totalidad del manual de buenos modales que delimita las fronteras de la normalidad. Ética y estética se funden para reivindicar el derecho a la diferencia y arremeten contra las dictaduras impuestas por casi cualquier canon (belleza, cultural, etc.)
El seguimiento de una serie de personas con peculiaridades físicas se torna un grito desprejuiciado contra la represión. El grand guignol, el kitsch, el freak show y demás formas grotescas sirven para sacar a relucir las contradicciones que rigen nuestra sociedad. Hiperbólica, siempre moviéndose en el filo, Pieles estetiza la alteridad hasta transformar en monstruos de barraca de feria a los adalides de las convenciones, a esa gente corriente que lleva eones estigmatizando a un niño por vestir de rosa.
Los personajes que se cruzan a lo largo de esta arriesgadísima película, del deforme al pedófilo (!), son tratados con ternura, sin que ello esté reñido con mostrar la crudeza o la emotividad cuando es necesario. Además, se utilizan diferentes variantes cómicas como instrumento desestabilizador de conciencias: se llega a la carcajada cómplice desde los diálogos (Carmen Machi y Candela Peña bordan sus líneas) pero también se alcanza la incomodidad a fuerza de retorcer los límites del humor cuando se mete hasta la cintura en el lodazal de la escatología (¿aquí nos reímos o no? ¿nos mirarán mal si lo hacemos?) reforzando así su idea de base.
Aquí están Almodóvar y Kenneth Anger, John Waters y Xavier Dolan y no está ninguno de ellos porque Casanova demuestra tener una mirada propia cuya onda expansiva se antoja inmensurable. De hecho, necesitará controlar su efusividad fílmica: la estructura de vidas cruzadas sobre la que se asienta la obra se tambalea en muchos momentos; primero porque la mecánica del sketch interfiere en su ritmo, después porque la casualidad suple a la causalidad para cerrar el círculo argumental como al realizador le interesa. Más allá de sus desequilibrios, la potencia visual, la feliz y polisémica comunión entre imágenes y música, y su sano discurso invitan a dejarse atrapar por la extroversión cinematográfica de este joven director: en sus películas cabemos todos (al menos todos los que estemos dispuestos a entrar en ellas).
EL JUGADOR DE AJEDREZ (Luis Oliveros)
Si uno fuera un programador de gustos añejos (por no decir rancios) se marcaría una doble sesión con Gernika (Koldo Serra, 2016) y El jugador de ajedrez (Luis Oliveros, 2017), las dos vistas en el Festival de Málaga con apenas un año de diferencia. Ambas mimetizan las formas de un clasicismo trasnochado y malentendido, como si la historia del cine hubiera dejado de escribirse en los 40 y la memoria estética hubiera sufrido un borrado que impidiera superar aquellos códigos fílmicos. La película que cerró la Sección Oficial del certamen malagueño narra la historia de Diego Padilla (Marc Clotet), campeón de España de ajedrez en 1934 que, tras casarse con una periodista francesa, emigra huyendo del franquismo para terminar encerrado en una cárcel parisina en manos de la SS. Salvo algunas secuencias que se desarrollan en el patio en el que los oficiales y soldados nazis fusilan a los presos, el aspecto del film rezuma ancianidad: si las películas olieran, esta olería a pachuli. El plano final, con la grúa elevándose y la música compuesta por Alejandro Vivas buscando territorios más allá de la última frontera sonora del dolby surround, señala cuáles son los objetivos de esta pieza de corto alcance que, en demasiados momentos, recuerda a un episodio de Amar en tiempos revueltos (y no precisamente para bien).
LA MEMORIA DE MI PADRE (Rodrigo Bacigalupe)
Alfonso (Jaime McManus), guionista de televisión que se encarga de adaptar al público chileno series norteamericanas, tiene que hacerse cargo de su padre, aquejado de Alzheimer. Estamos frente a un episodio explotado en repetidas ocasiones por el cine reciente (desde El hijo de la novia a Still Alice) que, en manos de Rodrigo Bacigalupe Lazo, no ofrece novedades ni temáticas ni estilísticas. La partitura de Milton Nuñez pulsa las teclas de la emotividad cuando corresponde, como si las situaciones reflejadas no fueran suficientemente tristes, y solo en un par de momentos la puesta en escena abandona esa funcionalidad insustancial que parece ser el signo de gran parte del cine de hoy en día: ese lento travelling mientras padre e hijo acercan posturas a pesar de la retahíla de agravios que les separa es, con mucho, el mejor plano de un filme que, tratando la problemática que trata, se olvida con demasiada facilidad.
Festival de Málaga 2017 S. P.: día 7
Enric Albero
DOCUMENTAL
CONVERSO (David Arratibel)
Estamos ante una película alienígena, como si Kal-El en lugar de superpoderes hubiera tenido una cámara y se hubiera dedicado a grabar sus charlas con Martha y Jonathan Kent para tratar de entender dónde le habían enviado y cómo funcionaba la gente con la que le había tocado pasar sus días en la tierra. Así procede David Arratibel con su propia familia, poniendo en escena a los suyos y a sí mismo -decisión no poco importante- para tratar de comprender el porqué de la conversión de su madre, sus dos hermanas y su cuñado a un catolicismo radical (esto es, pegado a las raíces de ese credo). En este exorcismo documental, el realizador navarro trata de construir puentes entre él, totalmente apartado de la religión, y sus seres queridos (la música como elemento de unión, por ejemplo). Se trata de utilizar el cine como una herramienta de comprensión, muy en la línea de la mayéutica socrática, que permita cicatrizar viejas heridas que seguían abiertas por culpa del silencio. El trabajo de montaje hace que las imágenes establezcan enriquecedores diálogos entre ellas (el presumible mutismo de Dios se convierte en una llamada eternamente postergada con su padre) y mantiene el equilibrio entre la revelación y el misterio (la información está perfectamente dosificada), amén de manejarse con pudor (¿miedo acaso?) a la hora de poner sobre el tapete según temas, como reflejan los indisimulados cortes de edición durante la conversación que mantiene con su madre, como si hubiera cosas que no deben trascender el ámbito de lo íntimo.
PRESO (Ana Tipa)
El documental íntimo, cuando se elabora desde el respeto, es fascinante. Lograr que alguien ceda su privacidad para contar una historia interesante que pueda ser universal o, simplemente, muestre realidades que nos son ajenas, es todo un triunfo. Eso mismo sucede en Preso, que narra la historia de Miguel Gómez, un obrero que trabaja en la construcción de la cárcel de Rivera y que, probablemente por la situación limítrofe del emplazamiento, tiene una familia en Uruguay y otra en el Brasil. Dos mujeres, varios hijos en cada parte, y un reparto de obligaciones y labores -es un trabajador incansable que acomete reformas en sus dos viviendas- difícil de compaginar. Ana Tipa lo trata con absoluta naturalidad, sin cargar las tintas pero sin obviar las complicaciones que comporta una doble vida al descubierto (hay pleno conocimiento por parte de todos los implicados de lo que sucede) marcada, además, por las fuertes creencias religiosas (¿acaso la complejidad no era esto?). En definitiva, un documental académico en sus formas, pero totalmente alejado de las convenciones en lo temático.
ZONAZINE
BLUE RAI (Pedro B. Abreu)
La premisa daría para un cortometraje más o menos simpático: Rai (Santi Bayón) secuestra por accidente a los empleados y algunos clientes de su propio video-club para tratar de recuperar a su novia. El problema es que este pretexto surreal se alarga hasta los 66 minutos a base de repetir chistes y situaciones manoseadas por un sinnúmero de películas (más incluso que las que cita esta pieza salida de la ESCAC). Ambientar la historia en un videoclub (Clerks en 2017) e ir insertando nombres extraídos del cine popular como quien lista un inventario son la excusa para mezclar géneros torpemente, hilvanar chistes y gags no sé si eficaces (ahí ya cada cual), pero sí desgastados, y llamar la atención sobre las nuevas formas de comunicación social (no se trata de establecer ningún discurso, simplemente de constatar su existencia, su funcionamiento y su supremacía). Tampoco ayuda que el debut de Pedro B. Abreu arranque con una estética peculiar (esas ilustraciones que invaden las imágenes) para luego ir, poco a poco, abandonándola, para evidenciar que en lo formal solo se busca el golpe de efecto.