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Enric Albero

OJOS DE MADERA (Roberto Suárez / Germán Tejeira)

Cuento infantil de inequívoca inspiración hofmaniana, esta breve pieza uruguaya que ha tardado nueve años en ver la luz busca antes transmitir la zozobra que experimenta su protagonista que hilvanar un relato. Cada imagen parece haber pasado por el filtro de la traumatizada mente de un niño que ha perdido a sus padres tras un accidente automovilístico y que ahora vive con unos tíos que quieren (y no pueden) ‘fabricarle’ más un sustituto que un hermano. Sus angulaciones imposibles, el uso del blanco y negro con un crucial cambio al color, la composición abigarrada y angustiosa de muchos planos y el distanciamiento que a veces toma un cámara que parece querer huir de ese infierno en el que vive instalado el pequeño Víctor (Pedro Cruz) así lo indican.

Esta película bastarda, hija de padres tan distintos como John Cassavetes (Ángeles sin paraíso) o Roman Polanski (La semilla del diablo) pero también David Lynch, funciona como artefacto siniestro y perturbador merced a una fuerza estética que se mueve entre las coordenadas del expresionismo y el surrealismo. Sus excesos simbólicos y determinadas decisiones dramatúrgicas vinculadas al personaje de la niña ciega lastran una obra arriesgadísima, que quizás por apartarse de un modelo narrativo no encuentre acomodo en la memoria de un público habituado a lidiar con filmes que no se separan ni una pulgada de las convenciones. Sea como fuere, a Ojos de madera hay que darle la bienvenida.

EL MUNDO ES SUYO (Alfonso Sánchez)

6 el mundo es suyo

En la carrera por hacerse con el título a la peor película no ya del festival sino del año, El mundo es suyo le saca tres cuerpos de ventaja a cualquier producción que sean capaces de imaginar. No queda aquí ni rastro de la frescura que desprendía la humilde e irregular pero punzante El mundo es nuestro, opera prima de Alfonso Sánchez que encarnó junto con Alberto López al impagable dúo del Cabesa y el Culebra. En su segundo largometraje ascienden en la escala social y se ponen el polo y los mocasines de Rafi y Fali, dos quiero-y-no-puedo dispuestos a instalarse en la aristocracia sevillana por la vía rápida del pelotazo (también les vale su versión carnal: el braguetazo).

La comunión del hijo del segundo y la recogida y entrega del traje del niño –el mismo que utilizó Alfonso XIII– son las coartadas que Sánchez emplea para, según sus propias declaraciones, realizar “una sátira de cómo está España”. La supuesta carga ideológica del film queda en nada: el guion se limita a empalmar de manera injustificada tópicos regionales o temas de actualidad (tanto da), el cariño hacia unos protagonistas que para colmo son rematadamente machistas invalida cualquier crítica, y una realización que sigue destilando el mismo amateurismo que el de su ópera prima –pero esta vez con más presupuesto– lleva a preguntarnos por la presencia en competición de un sketch de los Morancos alargado hasta los noventa minutos.