La primera parte de Jeong-Sun responde al molde de un relato clásico de amor adolescente. Miradas cruzadas que se buscan entre la multitud, emocionantes citas furtivas en lugares apartados y la implacable sonrisa que se dibuja una y otra vez en los labios de los enamorados. Hay un hábil ingenio en la forma en que Jeong Ji-hye introduce este romance: al utilizar los códigos juveniles para mostrar el amor entre dos personas adultas, la cineasta universaliza el entramado emocional de una vivencia que no es exclusiva de una generación. Es por eso que esta primera mitad resulta, a simple vista, más convencional en sus formas e incluso en su discurso. Pero si algo caracteriza al flechazo juvenil es, ante todo, el tormento.

Abandonada su faceta de soledades encontradas, Jeong-Sun se torna más oscura en su segunda mitad, dejando al descubierto el verdadero conflicto sobre el que se edifica el relato: los desajustes vitales que se producen al envejecer en una sociedad que desacelera. O dicho de otro modo, cómo ser una mujer de más de cincuenta años y afrontar una realidad que fagocita a sus mayores. Así, lo que en un principio es resignación o conformismo se filma desde el estatismo de la cámara, asfixiando a los personajes dentro del plano; pero a medida que esta mujer pierde la estabilidad y se desmorona su mundo, la cámara adquiere un leve movimiento que delata la libertad que, en el fondo, acompaña a esta mala fortuna. Porque, mientras se mantengan los postulados caducos de cierto amor romántico, no será posible empoderarse y superar sus ácidas toxinas.

Cristina Aparicio